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Cultura y sociedad

¿Qué cambia con la nueva ley de creación de universidades?

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nueva ley de creación de universidades

Qué cambia con la nueva ley de creación de universidades: requisitos más duros, aval, 4.500 alumnos, 10 grados y 5% en I+D; claves y efectos.

Entra en vigor el 27 de octubre y aprieta las tuercas. La nueva ley de creación de universidades eleva el listón de entrada para cualquier proyecto que aspire a llamarse “universidad” en España: hace vinculante la evaluación de la ANECA o de la agencia autonómica, exige una masa crítica mínima de 4.500 estudiantes en los seis primeros años, impone una oferta académica mínima de 10 grados, 6 másteres y 3 doctorados repartidos en tres ramas distintas, reserva un 10% de plazas de alojamiento para el estudiantado en tres años y obliga a invertir en investigación de forma medible. No es una reforma cosmética. Corta atajos, reduce la improvisación y pone por delante la calidad en docencia, ciencia y solvencia.

También mueve las piezas de la gobernanza. El dictamen de la Conferencia General de Política Universitaria seguirá siendo preceptivo, pero no vinculante. En cambio, el informe de calidad sí decidirá la suerte del expediente. Se incorporan comisiones específicas con mayoría de profesorado designado por sorteo para blindar la independencia; se pide un aval económico equivalente al presupuesto del tercer año de vida; se obliga a señalar la modalidad de cada título (presencial, híbrida o virtual); se fijan reglas propias para las universidades con más del 80% de docencia online, incluido el requisito de que al menos el 75% del personal resida en España o en la UE. Y se marcan plazos de adaptación para las ya existentes. En pocas líneas: un marco claro que aspira a asegurar títulos con valor y campus con músculo.

Mandato de calidad y controles reforzados

El cambio tectónico está en la puerta de entrada. A partir de ahora, sin informe favorable y vinculante de la ANECA o de la agencia autonómica, no habrá autorización posible. Queda atrás la situación en la que informes técnicos negativos podían quedar arrinconados en trámites burocráticos. La norma introduce comisiones de evaluación específicas formadas con una mayoría de profesorado universitario elegido por sorteo, una metodología que reduce afinidades predecibles y reequilibra el proceso hacia los criterios académicos. Sobre la mesa se examinan plan docente, recursos humanos, instalaciones, estrategia de investigación y sostenibilidad general del proyecto. Si el veredicto es negativo, el expediente decae; si es positivo, prosigue el recorrido administrativo con el resto de informes.

No desaparece el papel del Ministerio. La CGPU mantiene su informe preceptivo y el Ministerio conserva una función de análisis sobre viabilidad, financiación y estructura de gobierno, pero con otra lógica: ya no es la instancia que “revierte” una mala evaluación académica, sino quien comprueba que el proyecto es ejecutable, solvente y está en manos de un equipo con experiencia real en gestión universitaria. Un matiz relevante: la entidad promotora (empresa, fundación, orden religiosa, consorcio) no necesita experiencia en gestión universitaria previa, pero sí el equipo directivo que asumirá la conducción diaria de la institución. Se abre la puerta a inversores o promotores con vocación, siempre que pongan al frente a profesionales con oficio.

En paralelo, el sistema autonómico gana instrumentos. Las agencias autonómicas de evaluación podrán conceder sellos de calidad a universidades ya implantadas o de nueva creación. Colocar un sello no será un eslogan, sino un indicador basado en métricas conocidas: rendimiento académico, investigación, empleabilidad, gobernanza y transparencia. Un incentivo adicional para sostener el nivel con datos, no con publicidad.

Tamaño mínimo y catálogo académico: adiós a la universidad “monocultivo”

El texto fija un umbral de estudiantes que vertebra el resto: 4.500 matriculados en los primeros seis años de actividad. Se prevé un margen para extender el plazo tres años más si se acredita una evolución sólida, y hasta flexibilizar ese umbral a un mínimo de 3.150 cuando se demuestre tracción suficiente. El objetivo es evidente: con menos base, es difícil mantener bibliotecas, laboratorios, servicios de apoyo, orientación, bienestar, internacionalización y, sobre todo, investigación de manera sostenida. La universidad es un ecosistema; la masa crítica no es solo un número, es la garantía de una vida académica con densidad.

La oferta mínima va coordinada con ese tamaño. Toda nueva universidad deberá arrancar con diez grados oficiales, seis másteres oficiales y tres programas oficiales de doctorado, y cubrir al menos tres de las cinco grandes ramas del conocimiento: Artes y Humanidades, Ciencias, Ciencias de la Salud, Ciencias Sociales y Jurídicas, e Ingeniería y Arquitectura. Este requisito corta de raíz la tentación de crear instituciones de “monocultivo” —escuelas agrandadas que solo ofrecen titulaciones en un nicho rentable—, desligadas de la investigación y de la diversidad disciplinar que define a una universidad completa. La mezcla de ramas no busca un escaparate, sino fomentar sinergias reales: biomedicina que conversa con ingeniería, derecho que integra ciencia de datos, humanidades digitales que trabajan con informática y estadística. Así se construye tejido académico.

El catálogo no va por libre. La norma mantiene que los nuevos títulos deberán explicitar su modalidad de impartición: presencial, híbrida o virtual. Transparencia simple, con efecto práctico. Distingue formación universitaria oficial y estable de otras ofertas que, aunque útiles, no son equivalentes a un grado, un máster o un doctorado. Y ayuda a ordenar un mercado saturado de etiquetas y siglas.

Plantillas e investigación: más doctores, más sexenios, más ciencia

El núcleo académico se traduce a números exigentes. Al menos el 50% del profesorado, considerando el conjunto de enseñanzas, deberá ser doctor. Dentro de ese grupo, el 60% habrá de contar con sexenio de investigación reconocido una vez transcurridos siete años desde el arranque de la actividad. Ese periodo escalonado es importante: permite desplegar planes de contratación y promoción realistas, pero ancla en el tiempo el objetivo de consolidar carrera investigadora. La universidad no puede funcionar como una suma de docentes sin producción científica; los sexenios, imperfectos pero útiles, son hoy el mecanismo estándar para verificar resultados.

A la plantilla se le suma la palanca presupuestaria. La nueva ley de creación de universidades obliga a destinar un mínimo del 5% del presupuesto a impulsar la investigación, y a captar recursos externos —convocatorias competitivas, programas, contratos, cátedras, licencias o patentes— por un importe equivalente al 2% del presupuesto total anual. Se pretende evitar un modelo en el que toda la financiación de la ciencia dependa de las matrículas; también alinear a las nuevas universidades con el ecosistema nacional e internacional de I+D. Quien quiera jugar en liga universitaria deberá presentarse a convocatorias, entrar en consorcios, publicar, transferir. No solo enseñar.

Ese giro tiene derivadas en el día a día. Obliga a planificar institutos, grupos y líneas desde el minuto cero, a definir áreas de especialización realistas, a contratar perfiles tenure-track o equivalentes con proyección internacional, a diseñar políticas de propiedad intelectual claras y a profesionalizar la oficina de proyectos. Y exige gobernanza: comités de ética, gestión de datos de investigación, mecanismos de evaluación interna… La cultura científica no se improvisa; se organiza.

Solvencia y gobierno: aval, experiencia y reglas claras para crecer

El apartado financiero busca estabilidad. Los promotores tendrán que presentar un aval que acredite recursos al menos equivalentes al presupuesto del tercer año de funcionamiento. No es un formalismo. Actúa como filtro de compromiso: quien abre una universidad debe poder sostenerla mientras crece la matrícula, se acreditan títulos y se consolidan equipos. Junto a esa garantía, la norma introduce otros ajustes que despejan trámites innecesarios y enfocan el control donde aporta valor.

Por ejemplo, no será necesaria la autorización del Ministerio para los títulos adicionales que quiera ofertar una universidad ya reconocida en los últimos cinco años. Si el centro ha pasado por el filtro de calidad y está en marcha, ampliar su catálogo —siempre dentro del marco de autorizaciones oficiales de títulos— no exige volver a arrancar toda la maquinaria administrativa. Agilidad, sí; sin renunciar a los informes de verificación y acreditación que ya existen para cada plan de estudios.

En el mapa territorial, la creación de un centro adscrito en otra comunidad requerirá acuerdo de ambos territorios, pero no se exigirá un informe vinculante del Ministerio. Se respeta así el reparto competencial, con una coordinación mínima obligatoria para evitar campus satélite que nacen sin respaldo local.

Otro cambio relevante es de enfoque. La entidad promotora no necesita demostrar experiencia previa en gestión universitaria, pero el equipo directivo . Esto abre el campo a proyectos de fundaciones, empresas o consorcios que quieran invertir en educación superior, y a la vez coloca el énfasis en quien tomará decisiones tácticas: rector o rectora, gerencia, vicerrectorados, dirección de investigación y calidad. El mensaje es nítido: capital y proyecto suman, pero la diferencia la hace un gobierno con oficio.

Vivienda universitaria, modalidades y la letra pequeña de la docencia virtual

La vivienda ya no es un capítulo lateral. Los nuevos centros deberán garantizar, en un plazo de tres años, plazas de alojamiento para el 10% de su alumnado. Residencias propias o conveniadas, colegios mayores, consorcios con operadores… la fórmula es abierta, la obligación no. La presión del alquiler en ciudades universitarias ha expulsado talento y frenado movilidad. Con esta cláusula, la nueva ley de creación de universidades asume que estudiar también depende del techo, y lo incluye entre los requisitos que se auditan.

En docencia, la norma pide claridad. Todos los títulos indicarán su modalidadpresencial, híbrida o virtual— desde su verificación y en toda la comunicación pública. Un detalle que ordena la oferta y reduce malentendidos entre la formación universitaria y otras formaciones no equivalentes en carga, requisitos o reconocimiento.

El bloque de universidades virtuales incorpora reglas específicas. Si la docencia es mayoritariamente online (más del 80%), el proyecto no necesitará pasar por la aprobación de las Cortes Generales y seguirá bajo competencia autonómica cuando se cumpla al menos una de estas condiciones: recibe un 20% o más de financiación pública, aplica precios públicos o imparte al menos el 50% de la docencia en una lengua cooficial. Se definen así supuestos objetivos que justifican el anclaje regional, especialmente cuando existe financiación pública o cuando la docencia se integra en políticas lingüísticas propias.

Para asegurar arraigo y cumplimiento laboral, las universidades con sede en España y con más del 80% de docencia virtual deberán además garantizar que como mínimo el 75% del personal reside en España o en la Unión Europea. La intención es clara: evitar estructuras puramente deslocalizadas sin equipos estables, sin conexión con el sistema científico nacional y con difícil control de calidad. La docencia online puede ser global; la responsabilidad, en cambio, necesita proximidad.

Distintivos de calidad, nuevas figuras académicas y expansión exterior

La norma permite que las agencias autonómicas emitan sellos de calidad para universidades implantadas o de nueva creación. Bien gestionados, estos distintivos hacen más legible el sistema: ayudan a ubicar fortalezas, orientar elecciones y reconocer buenas prácticas. No sustituyen los informes de verificación y acreditación que ya existen para títulos y centros; los complementan con una mirada institucional.

Se incorpora la posibilidad de constituir Centros de Altos Estudios asociados a una universidad. Esta figura, menos rígida que una facultad tradicional, está pensada para programas avanzados e interdisciplinares, para áreas fronterizas o emergentes que necesitan formatos flexibles: inteligencia artificial aplicada a salud, derecho y economía del dato, transición energética desde la ingeniería y la política pública, por citar algunos ejemplos. Integrar estos centros bajo el paraguas universitario, con garantías de calidad y rendición de cuentas, ordena iniciativas que ya sucedían de forma dispersa.

Y se habilita la creación de facultades en el extranjero por parte de universidades españolas, previa autorización de la ANECA o de la agencia autonómica y con informe del Ministerio. Es una vía para exportar títulos, atraer talento y estrechar alianzas con sistemas universitarios de otros países, siempre con los mismos criterios de calidad y profesorados con méritos medibles. La internacionalización deja de ser solo movilidad de estudiantes o convenios de doble título: también puede ser presencia institucional estable fuera de España.

Calendario de adaptación y efectos esperados en el sistema

La guardia no baja para las universidades ya existentes. Todas deberán cumplir con los nuevos requisitos en tres años desde la entrada en vigor, salvo algunas excepciones marcadas en la ley y salvo aquellas creadas en los últimos tres años, que dispondrán de cinco. Los objetivos que requieren maduración —como el porcentaje de profesorado con sexenio— disponen de siete años para consolidarse. Y el umbral de 4.500 estudiantes debe alcanzarse en seis años, con el margen adicional ya citado si se acredita trayectoria suficiente. Se ha buscado un equilibrio entre ambición y realismo: apretar, pero permitir llegar.

En el mapa de oferta, el impacto será inmediato. Proyectos pequeños o demasiado especializados tendrán que asociarse, integrarse en alianzas o demostrar músculo real. El requisito de tres ramas de conocimiento obligará a diseñar catálogos coherentes y a crear ecosistemas docentes e investigadores con cruces fértiles. En doctorado, la exigencia de programas propios desde el inicio desincentiva el modelo de “universidad sin tesis” que se ha intentado alguna vez. En máster, los criterios de plantilla e investigación empujan a sostener equipos consolidados, con perfiles que investigan, publican y transfieren.

Para el estudiantado, el efecto debe notarse en servicios y garantías: residencias, bibliotecas, laboratorios, carreras con investigación viva y titulaciones con sello claro de modalidad. La meta es evitar situaciones de cierres traumáticos, títulos que pierden reconocimiento o campus que no alcanzan velocidad de crucero y dependen eternamente de ayudas o de matrículas de programas poco articulados. La nueva ley de creación de universidades pone candados preventivos.

En el ámbito privado, el mensaje no es de cerrojazo, sino de profesionalización. Sin experiencia previa del promotor, sí; con experiencia demostrable del equipo directivo y con aval financiero tangible. Quien llegue con proyecto serio, inversión comprometida, plan de investigación y un modelo académico de verdad, encontrará camino. Quien busque un atajo, no. La distinción importa para ordenar un crecimiento que, en la última década, fue muy desigual entre comunidades y tipos de institución.

En lo autonómico, el nuevo reparto de cartas reduce el margen para autorizar contra criterio técnico, pero refuerza la capacidad de señalar excelencia con los sellos de calidad y de diseñar estrategias regionales con instrumentos mejores. El capítulo de universidades virtuales delimita cuándo corresponde al Gobierno central y cuándo la competencia se queda en casa si hay financiación pública, precios públicos o lengua cooficial en proporción significativa. Un encaje fino que reconoce realidades muy distintas entre territorios.

Una reforma que fija el listón y evita atajos

La fotografía final es nítida. A partir del 27 de octubre, cualquier iniciativa para abrir una universidad en España deberá superar una evaluación de calidad vinculante, demostrar solvencia con un aval proporcional, acreditar una masa crítica de 4.500 estudiantes a medio plazo, desplegar un catálogo mínimo exigente en grados, másteres y doctorados, invertir en investigación con cifras en mano y garantizar alojamiento para una parte del alumnado. En paralelo, las universidades virtuales operarán con una regla comprensible y verificada: competencia autonómica cuando exista financiación pública suficiente, precios públicos o docencia en lengua cooficial de alcance relevante; y, en todo caso, plantillas ancladas en España o en la UE para evitar estructuras deslocalizadas sin control.

El objetivo explícito es elevar la calidad del sistema y proteger a quienes estudian. No se trata de frenar proyectos, sino de seleccionar los que son sólidos, medir lo que importa y cortar fragilidades que después pagan quienes cursan un grado o un máster y descubren tarde que el campus no tenía cimientos. La nueva ley de creación de universidades no inventa la universidad ideal, pero sí delimita con precisión qué no puede ser una universidad: una escuela ampliada sin investigación, un catálogo estrecho de títulos desconectados entre sí, una estructura sin alojamiento ni servicios, un experimento financiero sin respaldo real, una plataforma digital sin equipos estables ni raíces.

Queda trabajo. Montar una universidad de calidad exige tiempo, talento y dinero; también alianzas, paciencia y un plan académico que mira más allá del primer curso. Con este marco, quienes apuesten por construir instituciones duraderas sabrán a qué atenerse, y quienes busquen atajos tendrán claro que no los hay. El sistema universitario español, diverso y competitivo, gana previsibilidad. Y el nombre de “universidad” preserva su contenido. Justo lo que se pretendía cuando se anunció la reforma.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información de fuentes oficiales y medios españoles con información contrastada. Fuentes consultadas: Ministerio de Ciencia e Innovación, Agencia EFE, RTVE, La Vanguardia.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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