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Cultura y sociedad

Por qué en México hay un impuesto a las bebidas azucaradas

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las bebidas azucaradas

Contexto, datos y efectos del impuesto a las bebidas azucaradas en México: qué grava, por qué nació, resultados y pistas claras para España.

México aplica desde 2014 un gravamen específico a los refrescos y otras bebidas con azúcares añadidos. Es una cuota por litro integrada en el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS) que encarece los productos con más azúcar para reducir su consumo y obtener ingresos públicos. Nació con una cifra sencilla —1 peso por litro— y se ha ido actualizando por inflación. No es un impuesto al valor del producto, sino al volumen: da igual si la botella es barata o de marca premium, lo que cuenta es el litro. La lógica es sanitaria y económica a la vez: menos azúcar en la dieta, menos presión sobre un sistema de salud muy castigado por la obesidad y la diabetes, y una recaudación capaz de financiar medidas complementarias.

La decisión partió del Congreso y del Ejecutivo en un contexto de emergencia nutricional. México llegaba a la década de 2010 con cifras muy elevadas de exceso de peso en adultos y en población infantil, y un consumo per cápita de refrescos de los más altos del mundo. Con el impuesto, el Gobierno envió una señal nítida: las bebidas azucaradas serán más caras porque cuestan salud. En los dos primeros años, distintos análisis documentaron una caída sostenida de las compras de bebidas gravadas —entre el 5 % y el 10 % según el periodo—, con descensos mayores en los hogares de menor renta. En paralelo, subieron las compras de agua embotellada. El mecanismo funcionó como estaba previsto.

Qué es y cómo funciona en la práctica

El gravamen no se dirige solo a “refrescos” envasados. La norma habla de bebidas saborizadas con azúcares añadidos e incluye refrescos, néctares y jugos industrializados, tés listos para beber y una categoría clave: concentrados, jarabes y polvos que, al diluirse, generan bebidas con azúcar. La cuota se cobra a productores e importadores, que la trasladan a precios minoristas. El resultado es fácilmente perceptible en la góndola: la botella de 2 litros sube exactamente la cuota multiplicada por 2, más el IVA correspondiente.

La elección técnica del impuesto por volumen no es menor. Un impuesto ad valorem (porcentaje sobre el precio) puede perder eficacia si el fabricante baja el precio base o si el consumidor elige presentaciones gigantes con descuentos. En cambio, una cuota por litro mantiene intacta la señal precio para cada unidad de bebida, y premia la reformulación: si un productor reduce azúcar por 100 ml hasta quedar fuera de la categoría gravada, se ahorra la cuota. Esta es una de las razones por las que muchos países europeos han optado por esquemas escalonados según gramos de azúcar.

El impuesto mexicano convive con otras dos piezas normativas que completan el cuadro: el IEPS del 8 % a alimentos no básicos con alta densidad calórica (también de 2014) y el etiquetado frontal de advertencias (NOM-051), vigente desde 2020, que coloca sellos visibles de “Exceso de azúcares”, “Exceso de calorías”, “Exceso de sodio”, “Contiene edulcorantes” y otros. Uno cambia precios, el otro cambia información. La combinación modifica lo que se compra y cómo se percibe.

Un detalle importante: el IEPS mexicano no grava las versiones sin calorías dulcificadas con edulcorantes no calóricos. Eso ha empujado a la industria a ampliar su portafolio de “cero azúcar” y a acelerar reformulaciones. El mercado se ha ido desplazando, sin desaparecer.

El contexto que lo hizo inevitable

El mapa de salud previo al impuesto era contundente. México ocupaba posiciones de cabeza en las estadísticas globales de sobrepeso y obesidad en adultos y registraba niveles preocupantes en población infantil. La diabetes tipo 2 —estrechamente asociada a la ingesta de azúcares libres— se consolidó como una de las principales causas de mortalidad, discapacidad y gasto público sanitario. En hogares con menos recursos, las bebidas azucaradas eran baratas, omnipresentes y culturalmente instaladas. A los datos se sumaba un elemento del entorno: agua potable segura no siempre disponible, especialmente en escuelas y espacios públicos, lo que convertía al refresco en una solución inmediata, aunque cara en términos de salud.

A esto hay que añadir la evidencia acumulada sobre el papel de las bebidas azucaradas en el riesgo cardiometabólico y en la caries dental, y las recomendaciones de organismos internacionales de implementar herramientas fiscales que eleven el precio al menos en torno a un 20 % para generar cambios de consumo significativos. Desde la perspectiva de política pública, el impuesto no se planteó solo como recaudación, sino como medida “extrafiscal”: modificar conductas de riesgo mediante el precio y, con los ingresos, financiar bienes públicos (bebederos en escuelas, prevención, atención primaria). El marco estaba listo.

El punto de partida de consumo tampoco es menor. Informes gubernamentales y académicos situaban el consumo anual por persona de refrescos en cifras muy altas en comparación internacional. No se trataba de demonizar un producto, sino de reconocer su peso en la dieta de azúcares libres y su efecto en enfermedades crónicas. Las botellas gigantes a precios promocionales, la publicidad intensa y la venta en torno a centros escolares habían creado un ecosistema que empujaba hacia el exceso.

Resultados medibles: consumo, precios y recaudación

La respuesta del mercado fue rápida. En 2014, primer año de la medida, la cuota de 1 peso por litro se trasladó casi por completo a los precios. El consumidor lo notó. Las series de panel de hogares detectaron un descenso medio de las compras de bebidas gravadas y un aumento de la demanda de agua. En 2015, la tendencia bajista se consolidó. En términos agregados, los dos primeros años arrojan una reducción acumulada cercana al 8 % en la compra de bebidas con azúcar respecto a lo que se habría esperado sin impuesto. En los hogares de menor nivel socioeconómico, el descenso fue todavía más marcado, algo que los economistas llaman “progresividad en salud”: quienes más estaban expuestos al riesgo son quienes más ajustaron su consumo cuando el producto se encareció.

En precios, el efecto fue limpio: aproximadamente un 10-12 % de encarecimiento sobre los niveles previos, con diferencias según marca, canal y formato. Un impuesto específico tiende a ser muy transparente; se ve en el ticket. Y esa visibilidad ayuda a recalibrar la norma social: hace una década nadie hablaba de “exceso de azúcar” en bebidas de uso cotidiano, hoy es parte del vocabulario público.

En recaudación, el IEPS a bebidas saborizadas mostró tracción desde el primer ejercicio, con más de 18.000 millones de pesos en 2014, por encima de lo presupuestado. La cifra siguió creciendo, impulsada por la base de consumo, por las actualizaciones de la cuota y por el efecto de la inflación. A estas alturas, el gravamen suma decenas de miles de millones recaudados a lo largo de la década. El destino de esos recursos ha sido motivo de debate —y conviene que lo sea—, pero el dato fiscal es indiscutible: genera ingresos estables.

¿Y la salud? Es la pregunta más difícil y la más importante. Las enfermedades crónicas no cambian en un año; la fotografía de la obesidad responde a múltiples factores: dieta, actividad física, sueño, medicamentos, genética, entorno urbano. Lo que sí puede medirse pronto es el azúcar adquirido. Menos litros comprados y más agua sugieren menos azúcar bebido. Proyecciones independientes han estimado que, mantenido el impuesto, se evitan casos de diabetes y se recorta el peso poblacional con el paso del tiempo, especialmente si la señal precio alcanza umbrales ambiciosos. El caso del Reino Unido, con su tasa escalonada desde 2018, aporta una pista: la industria reformuló de forma masiva, redujo gramos de azúcar por 100 ml en cientos de referencias y el azúcar vendido en bebidas se contrajo con fuerza.

También hay efectos de portafolio: los lineales se llenaron de versiones “sin azúcar” y “light”, aguas saborizadas sin calorías, tés y bebidas con bajo contenido energético. El consumidor encontró más opciones y, poco a poco, cambió su cesta. No es una revolución de un día, pero la curva se mueve.

En entornos vulnerables, donde el refresco había ocupado el lugar del agua por falta de suministro seguro, la señal precio necesita apoyo público para consolidarse. De ahí que una de las promesas legislativas más repetidas fuera instalar bebederos en escuelas con cargo a la recaudación. Hubo avances relevantes, aunque más lentos de lo esperado y con problemas de mantenimiento. La lección es clara: gravar refrescos funciona mejor si el Estado garantiza agua gratuita y de calidad en los planteles. Impuesto y oferta pública se refuerzan.

La política detrás y la respuesta social y empresarial

La promulgación del impuesto en 2013-2014 estuvo marcada por un pulso intenso entre salud pública e industria de bebidas. Las cámaras empresariales advirtieron de pérdida de empleo, afectación a micronegocios y carácter regresivo del tributo (pagan proporcionalmente más quienes menos ingresos tienen). Algunas compañías insistieron en que los refrescos aportaban una proporción relativamente baja de calorías y que el problema era la “mala alimentación” en general. Grupos de la cadena minorista auguraron un impacto negativo en ventas y en márgenes.

La contrarréplica llegó pronto: el impuesto no destruyó el sector; lo obligó a recomponer su oferta. Las grandes embotelladoras ajustaron formatos, lanzaron referencias “cero”, aumentaron la promoción de aguas y mejoraron su eficiencia logística. Muchas reportaron buenos resultados financieros, incluso en años de impuesto, gracias a la diversificación y al tamaño del mercado. Es normal: cuando una categoría se encarece, el gasto se traslada parcialmente a otras, y el consumo se reorganiza.

Sobre la regresividad, la discusión cambió de terreno. Sí, toda cuota específica afecta proporcionalmente más a las rentas bajas si se mira el pago puro y duro. Pero en términos de resultados en salud, la medida es progresiva: las familias con menos recursos —que compraban más refrescos por caloría barata, por falta de agua segura o por presión publicitaria— son las que más redujeron compras tras el aumento de precio y las que más ganan en riesgo futuro de enfermedad. El equilibrio final depende, además, del uso de la recaudación: si financia agua en escuelas, prevención y atención primaria, el beneficio neto se inclina hacia quienes más lo necesitan.

La ciudadanía reaccionó con un patrón conocido. Hubo rechazo inicial —“otro impuesto”— y rápida habituación cuando se entendió el objetivo sanitario y la alternativa disponible. A la vuelta de unos años, la presencia de sellos de advertencia en el frontal de los envases normalizó el lenguaje del exceso de azúcar. Hoy, incluso los anuncios comerciales de las propias marcas conviven con mensajes de moderación y con catálogos repletos de variantes sin calorías. No es una batalla cultural total; es una reorientación.

En el plano gubernamental, el seguimiento del gasto asociado —por ejemplo, el programa de bebederos— dejó clara otra enseñanza: transparencia y evaluación no son complementos, son parte del éxito. Las metas necesitan cronograma, presupuesto, mantenimiento y rendición de cuentas. La sociedad civil mexicana ha sido insistente en pedirla. Y hace bien.

Europa y España ante el espejo mexicano

Europa no se quedó quieta. Reino Unido implantó en 2018 un impuesto escalonado por contenido de azúcar (con umbrales en gramos por 100 ml) que disparó la reformulación y redujo la cantidad de azúcar por litro vendida en bebidas. Portugal aplicó su tasa en 2017, también con tramos, y consiguió recortes de azúcar en el lineal y un descenso en ventas de referencias con más contenido. Francia, pionera con una tasa en 2012 y reformada en 2018, consolidó un esquema que incorpora más progresividad según el azúcar. Irlanda, Letonia, Lituania, Estonia, Polonia o Finlandia —con modelos distintos— completan el mapa europeo.

¿Dónde queda España? Hay dos hitos. Primero, desde 2021 las bebidas con azúcares o edulcorantes añadidos pasaron del 10 % al 21 % de IVA en el comercio minorista, lo que elevó el precio final y envió una señal fiscal clara (en hostelería se mantuvo el tipo reducido, lo que hace que el café con refresco en un bar tribute distinto a la lata del supermercado). Segundo, Cataluña mantiene desde 2017 un impuesto propio a las bebidas azucaradas envasadas con dos tramos en función de los gramos de azúcar por 100 ml. Ese antecedente autonómico demostró que un esquema por volumen y escalonado es jurídicamente viable, administrable y capaz de mover consumo.

El siguiente paso natural sería un impuesto específico nacional, complementario al IVA, que incentive reformulación y alinee al conjunto del mercado. ¿Cómo? Con una cuota por litro que crezca por tramos según el contenido de azúcar, excluya el agua y las bebidas sin calorías y se actualice automáticamente por inflación. La señal precio debería alcanzar —sumada al IVA— un salto efectivo suficiente para generar cambios (el umbral del 20 % que recomiendan organismos internacionales es una referencia razonable). Y convendría blindar por ley el destino social de parte de la recaudación: agua potable y bebederos en escuelas con mantenimiento garantizado, compras públicas de alimentos y bebidas saludables y refuerzo de la atención primaria en prevención de obesidad y diabetes.

Hay margen de mejora adicional. La experiencia del Reino Unido enseña que comunicar con transparencia los umbrales de azúcar, dar tiempo a la industria para adaptarse y mantener una evaluación anual independiente ayuda a consolidar apoyos. La portuguesa recuerda que la reformulación puede ser masiva si el diseño es claro. La francesa subraya que ajustar escalones y gravámenes afina resultados con el paso del tiempo. Y México, que un impuesto por volumen sin tramos logra cosas, pero un sistema escalonado podría lograr aún más.

Un punto delicado es la equidad territorial. Si existe una tasa autonómica (Cataluña) y se crea otra estatal, hará falta coordinar solapamientos y armonizar criterios técnicos para evitar distorsiones. También habrá que trabajar con la hostelería —canal clave en España—, donde el IVA reducido compite con el objetivo de desincentivar azúcares añadidos en consumos fuera del hogar. Es posible diseñar incentivos específicos (por ejemplo, bonificaciones para ofrecer agua gratuita y visible, o menús infantiles sin bebidas azucaradas por defecto) que acompañen al impuesto.

Lo que dicen los mitos y lo que muestran los datos

Es un impuesto a los pobres”. La frase suena potente, pero no aguanta bien el escrutinio. El pago de una cuota por litro es, en frío, proporcionalmente más pesado para quien tiene menos renta. Sin embargo, cuando miramos resultados —lo que se compra, lo que se bebe, lo que enferma—, la medida se vuelve progresiva: las familias de ingresos bajos fueron las que más redujeron compras de bebidas con azúcar, y son las que más se benefician cuando disminuyen el riesgo de diabetes y de caries y cuando parte de la recaudación financia bienes públicos que usan a diario, como el agua en las escuelas. Si el diseño incluye destino etiquetado de fondos a estos fines, el balance social cambia de signo.

No reduce el consumo, solo recauda”. Los datos dicen otra cosa. En México, el traslado a precios fue amplio y la respuesta en compras también. En países con tramos por azúcar se observó, además, una reformulación profunda que recortó gramos de azúcar por 100 ml. Que el impuesto recaude no es un problema en sí mismo: es una característica que permite financiar entornos más saludables.

Destruye empleo”. No hay evidencia robusta de un impacto neto negativo significativo en el empleo total del sector. Lo que sí sucede es una recomposición del gasto: más agua y bebidas sin azúcar, menos refrescos con alto contenido. Las empresas se adaptan, cambian la mezcla de ventas y mantienen actividad. A escala macro, la recaudación puede sostener empleo público y privado en proyectos de agua, salud y educación.

Es paternalismo”. No. Es una política sanitaria basada en un bien público: la reducción de enfermedades prevenibles y del gasto sanitario futuro. La libertad de elección se mantiene —quien quiera puede seguir comprando—, pero el precio refleja costes sociales que, sin impuesto, paga el conjunto de la ciudadanía. Es lo mismo que ya aceptamos con los impuestos al tabaco o a los alcoholes.

¿Y los edulcorantes? El impuesto mexicano no los grava. El etiquetado frontal, en cambio, advierte cuando un producto los contiene. La evidencia sobre edulcorantes no calóricos es más heterogénea que la del azúcar; lo prudente es no equiparar ambos planos. En cualquier caso, desde la perspectiva fiscal, restar azúcar sigue siendo el objetivo prioritario.

El tipo de bebida también importa. No todas las “azucaradas” son iguales en perfil nutricional. Pero desde el punto de vista de la salud pública, lo determinante no es si el origen del azúcar es “jugo” o “refresco”, sino la cantidad de azúcares libres por 100 ml y por ración. Por eso los esquemas europeos con umbrales según gramos tienen tanta aceptación: fijan incentivos horizontales que se aplican a todas las categorías con criterios claros y comparables.

Una última precisión que suele pasarse por alto: el impuesto no pretende —ni puede— bajar por sí solo la prevalencia de obesidad en un periodo corto. Su misión es reducir el azúcar líquido que entra en la dieta, que es uno de los factores más elásticos a precio. Con esa pieza, más etiquetado, más entornos escolares saludables, más agua accesible, la curva poblacional puede doblarse. Se trata de reducir riesgo, no de prometer milagros.

Lo que enseña México cuando el azúcar sube de precio

Once años después, México deja un manual de instrucciones útil. La cuota por litro funciona, sobre todo si sube de forma periódica y mantiene su valor real. La señal empuja a la industria a reformular y amplía el abanico de versiones sin azúcar. La ciudadanía adapta sus compras y normaliza el lenguaje de la advertencia nutricional. La recaudación existe y puede convertirse en infraestructura (agua segura, bebederos, mantenimiento) y en servicios (prevención, atención primaria) si se blinda el destino y se rinden cuentas.

Para Europa y para España, la lección es concreta. Un impuesto específico nacional, por volumen y escalonado según el contenido de azúcar, que complemente el IVA y armonice experiencias autonómicas, permitiría recortar el azúcar líquido vendido, incentivar reformulaciones y proteger a la población infantil. El diseño debe evitar excepciones arbitrarias, actualizar cuotas por inflación y fijar una evaluación anual independiente que publique resultados de consumo, recaudación y destino del gasto. No hay que inventar la rueda: basta con tomar lo que ya funciona y adaptarlo al mercado español.

La clave, al final, es de coherencia. Si el Estado pide “menos azúcar” pero mantiene un entorno que lo abarata o lo normaliza en escuelas, poco se avanza. Cuando el mensaje es consistente —precio que desincentiva, información clara en el frontal, agua disponible y gratuita, menús públicos más saludables, límites a la publicidad dirigida a menores—, los hábitos cambian. México demostró que, incluso con una cuota plana por litro, el mercado responde. Europa, que con umbrales por gramos se acelera la reformulación. España tiene la oportunidad de combinar ambas enseñanzas.

No es una guerra contra ninguna marca ni contra un gusto cultural. Es política de salud pública respaldada por una década de experiencia. Y es, sobre todo, una decisión práctica: menos azúcar líquido hoy para menos enfermedad mañana. Cada litro cuenta. Cada céntimo bien diseñado, también.


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Este artículo se ha elaborado con información contrastada y de fuentes españolas fiables. Fuentes consultadas: BOE, Agencia Tributaria, Generalitat de Catalunya, AESAN, El País, La Vanguardia.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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