Naturaleza
Los perros pueden comer queso: no todos saben la respuesta

Sí, el queso puede darse a perros con cabeza: tipos aptos, raciones, riesgos clave y trucos para adiestrar o camuflar pastillas sin excesos.
Sí, pueden. La mayoría de perros tolera pequeñas porciones de queso como premio ocasional y, bien usado, resulta práctico para motivar en el adiestramiento o esconder una pastilla. El matiz que lo cambia todo está en la cantidad y en la elección: el queso es calórico, contiene grasa y sal, y no todos los animales digieren igual la lactosa. En positivo, hablamos de un recurso útil y sabroso; mal gestionado, abre la puerta a molestias digestivas, aumento de peso y otros problemas.
La pauta realista es sencilla: elegir variedades más bajas en lactosa y grasa, evitar los quesos azules y los aromatizados con ajo o cebolla, y limitar cualquier chuchería —incluido el queso— al 10% de las calorías diarias del perro, ajustando su ración habitual para mantener el balance. Con esas reglas, el queso puede formar parte de la vida del animal sin sobresaltos. La observación manda: si aparece diarrea, gases o vómitos, se retira y listo. No hay obligación de dar queso. Pero si sienta bien, se puede.
Un sí con condiciones claras
Conviene empezar por el porqué. El queso gusta porque es palatable —mezcla proteínas y grasas— y porque es fácil de dosificar en entrenos o como vehículo para medicación. También concentra energía: poco volumen, muchas calorías. Ese rasgo es una ventaja cuando se administra una pastilla y una desventaja cuando los premios se descontrolan. De ahí la regla que utilizan los veterinarios y los nutricionistas: todos los “extras” del día —queso, galletitas, fruta— no deben superar el 10% del aporte energético. Si un perro come 600 kcal al día, su “presupuesto” total de premios sería 60 kcal. No más.
El segundo punto es la lactosa. Durante el proceso de elaboración, parte de ese azúcar de la leche se queda en el suero y otra parte la consumen las bacterias; por eso muchos quesos tienen menos lactosa que la leche. Aun así, existen perros con intolerancia: con un dado de queso ya aparecen heces blandas o gases. No es una alergia a la proteína láctea —menos frecuente—, pero el resultado es el mismo para el animal: malestar. La solución no pasa por insistir “a ver si se acostumbra”, sino por retirar el lácteo que sienta mal y escoger otras recompensas.
Hay un tercer elemento, menos intuitivo: la sal. No todos los quesos son iguales en sodio; los curados suelen llevar más que los frescos. En perros sanos y en pequeñas cantidades, no suele dar problemas, pero en animales con patología renal o cardiaca el margen de maniobra es corto y lo prudente es minimizar cualquier aportación extra de sal. Con el queso, la clave es simple: piezas pequeñas, variedades sencillas y atención al contexto clínico de ese perro concreto.
Quesos que suelen sentar mejor
Entre las opciones que mejor encajan en perros, con la prudencia de siempre, destacan tres familias. La primera es la mozzarella semidesnatada (la baja en humedad, habitual en cocina), que suele tener un perfil intermedio de calorías y lactosa y se puede cortar en tiras muy finas. Funciona bien en adiestramiento porque permite repartir muchos “micropremios” sin pasarse con la cantidad. La segunda es el requesón o cottage bajo en grasa: blando, maleable y con menos densidad energética; es de los más versátiles para envolver pastillas o untar una mínima capa en un juguete tipo “kong”. La tercera, el queso fresco batido natural —sin azúcar ni sabores—, útil para casos muy puntuales en los que se busca reactivar el apetito con una cucharadita escasa mezclada con la ración.
A partir de ahí, se puede usar con moderación el cheddar y otros semicurados. Tienen poca lactosa en comparación con la leche, pero concentran mucha energía y sodio. Si se opta por ellos, la porción debe ser mínima: en la práctica, un dado del tamaño de la uña del pulgar para un perro pequeño, dos como mucho para uno mediano, y poco más para un grande. No porque sea “peligroso” en sí, sino porque es fácil pasarse sin darse cuenta.
Conviene recordar que “sin lactosa” no significa “pase libre”. Muchos quesos etiquetados así siguen aportando grasa, sal y calorías. Pueden ser una salida para perros que reaccionan a la lactosa pero toleran la proteína láctea; aun así, se aplican las mismas reglas: poca cantidad, variedad sencilla y observación. En el terreno de los “quesos” vegetales, la película es otra: sus recetas varían mucho y algunos incluyen cebolla o ajo en polvo, ingredientes desaconsejados para perros. Mejor evitarlos.
Lo que hay que evitar sin discusión
Hay piezas del mapa que conviene tachar de entrada. Los quesos azules —roquefort, gorgonzola y compañía— pueden contener roquefortina C, una micotoxina a la que los perros son especialmente sensibles. No es una leyenda urbana: se han descrito cuadros de vómitos, diarrea, temblores e incluso convulsiones en ingestas altas. La relación riesgo-beneficio no compensa; si el objetivo es un premio sabroso, hay alternativas más seguras.
También se descartan los quesos aromatizados con mezclas para humanos: hierbas con ajo o cebolla, pimientas, salsas. La etiqueta manda: si en los ingredientes asoman ajo o cebolla, no se ofrece al perro. Con los quesos muy salados —curados extremos, quesos de bola industriales—, la prudencia es máxima, sobre todo en razas pequeñas o en animales con enfermedades previas. La estrategia de seguridad es clara: piezas simples, sin añadidos, y porciones pequeñas.
Existe un último apartado que suele pasar desapercibido: el queso mohoso de la nevera. Igual que no lo consumiría una persona, un perro tampoco debería hacerlo. Tirar ese resto reblandecido evita disgustos innecesarios. Y, sí, las tablas de quesos a ras de mesa son un imán para hocicos curiosos: guardar y elevar los alimentos que no tocan resulta tan básico como eficaz.
Cuánto dar: raciones orientativas y ejemplos reales
Bajar a números ayuda a tomar mejores decisiones. Si el tope razonable de chucherías del día es el 10% de las calorías, basta con una regla de tres para encajar el queso en ese “presupuesto”. Pensemos en cuatro perros adultos sanos. Uno de 5 kilos suele moverse en torno a 240–260 kcal diarias, así que su margen para premios sería 24–26 kcal. Otro de 10 kilos rondaría 460–500 kcal al día, con un “bolsillo” de 46–50 kcal. Uno de 20 kilos puede estar cerca de 780–820 kcal, lo que deja 78–82 kcal para extras. Y un perro de 30 kilos rondaría 1050–1100 kcal, con 105–110 kcal para “caprichos”. Son cifras orientativas; cada perro gasta distinto en función de edad, actividad y metabolismo, pero ilustran la idea.
Traducir esas calorías a gramos de queso aclara aún más el panorama. Con cheddar (aproximadamente 400 kcal por 100 g), el perro de 5 kilos tendría margen para 6 g en todo el día; el de 10 kilos, 12 g; el de 20 kilos, 20 g; el de 30 kilos, 27 g. Si hablamos de mozzarella semidesnatada (en torno a 300 kcal por 100 g), subiríamos a 8 g, 16 g, 27 g y 37 g respectivamente. Con requesón/cottage 2% (alrededor de 90–100 kcal por 100 g), el espacio es mayor: 26–28 g para 5 kilos; 50 g para 10 kilos; 85–90 g para 20 kilos; 115–120 g para 30 kilos. Importa subrayarlo: se trata del total de premios del día, no de una sola tacada, y siempre que ese animal toleré bien los lácteos.
Para aterrizarlo en la mano: un dado de cheddar suele pesar entre 5 y 7 gramos, una viruta de mozzarella apenas 1 gramo, y una cucharadita rasa de requesón ronda 10–12 gramos. Organizar una sesión de adiestramiento con virutas finísimas permite reforzar muchas repeticiones sin sobrepasar el límite; en cambio, repartir dados de curado “porque son pequeños” lleva a agotar el presupuesto en cuestión de minutos.
Otro detalle que rara vez se menciona: si un día hay un exceso consciente —una celebración con más premios—, el equilibrio se rescata reduciendo extras en las jornadas siguientes y volviendo a la rutina. Lo que no conviene es normalizar la excepción. Y, por supuesto, el peso del perro es el mejor termómetro: si sube, antes de culpar al pienso, toca revisar los extras.
Riesgos digestivos, grasa, sal y otras letras pequeñas
El riesgo más común al dar queso a un perro es la intolerancia a la lactosa. Los signos suelen aparecer pocas horas después: diarrea de olor agrio, flatulencias, molestia abdominal. Si eso ocurre, no hay debate: el lácteo se elimina de la dieta. La alergia a proteínas lácteas es menos frecuente, pero puede dar picos de picor, otitis recurrentes o molestias cutáneas tras varios días de exposición. En caso de duda, conviene consultar y evitar pruebas caseras prolongadas.
La grasa es el siguiente capítulo. El queso, sobre todo el curado, concentra grasa; en perros predispuestos a pancreatitis o con antecedentes, es una mala idea. Incluso en animales sanos, varias raciones generosas a la semana empujan hacia el sobrepeso. El sobrepeso no es una cuestión estética: se asocia a artrosis, menor tolerancia al ejercicio y peor control de enfermedades crónicas. Si el objetivo es cuidar la línea, hay premios específicos bajos en calorías o alternativas naturales seguras —trocitos de verduras aptas— que cumplen la función sin cargar la cuenta energética.
El sodio merece capítulo aparte. Muchos quesos superan de largo lo que conviene a un animal con insuficiencia renal, hipertensión o cardiopatías. Incluso en perros sanos, un “atracón” de queso muy salado puede provocar una sed intensa y molestias. No se trata de demonizar, sino de contextualizar: en clínica se restringe el sodio por un motivo. Si ese es el caso, no se ofrece queso o se limita de forma excepcional y testimonial.
Hay otro cruce importante: medicación y lácteos. Algunos fármacos —por ejemplo, ciertos antibióticos— interaccionan con el calcio de los lácteos y disminuyen su absorción. Si el plan es camuflar una pastilla en queso, mejor confirmar primero que ese medicamento lo permite. Cuando no, existen bolsitas comerciales de otra base proteica o trucos caseros sin lácteos que funcionan igual de bien. Se evita así el clásico “el perro se la comió… pero el tratamiento no hizo efecto”.
Por último, un apunte de seguridad alimentaria. Los moho visibles en quesos no diseñados para ello no son un detalle menor. Igual que haríamos con nuestra propia comida, cualquier pieza con signos de deterioro se descarta. Y, con los azules, la consigna vuelve a ser la misma: evitar. La roquefortina C no da margen a experimentos.
Buenos usos del queso y alternativas de valor
Usado con cabeza, el queso encaja en tres escenarios donde de verdad aporta. El primero es el adiestramiento. Como premio de alto valor, reserva su uso para momentos concretos: conductas difíciles, entornos con mucha distracción o ejercicios que exigen un plus de motivación. El truco está en el tamaño ridículo del bocado —una viruta— y en la gestión del contraste: combinarlo con premios de menor intensidad para evitar que el perro se dispare. Este enfoque mantiene el queso como “moneda especial” y reduce mucho el total de calorías.
El segundo uso es la medicación. Aquí el queso juega con tres ventajas: maleabilidad, aroma y aceptación. Envolver la pastilla en una bolita minúscula, dar una bolita sin nada primero, la que contiene el fármaco después y otra limpia al final, suele impedir que el perro se detenga a investigar. Si la medicación no admite lácteos, el mismo protocolo funciona con pill pockets sin leche o con un paté específico para animales.
El tercero es la cocina canina puntual. No hablamos de recetas elaboradas, sino de recursos de emergencia: una cucharadita de requesón mezclada en la ración de un perro que ha perdido apetito por un motivo conocido —estrés, calor, novedad del entorno— puede destrabar una comida concreta. Es una excepción, no una costumbre; su razón de ser es salir del paso en momentos contados sin abrir la puerta al “chorro” de calorías diarias adicionales.
Cuando el queso no encaja —por intolerancia, por dieta terapéutica o por objetivos de peso—, hay alternativas que cumplen el mismo papel. En adiestramiento, los snacks blandos bajos en calorías o trocitos de pechuga de pollo cocida sin sal funcionan de maravilla. Para medicar, existen productos específicos pensados para encapsular pastillas que no contienen lácteos. Para estimular el apetito ocasionalmente, una cucharadita de caldo desgrasado sin sal o una mezcla breve con comida húmeda formulada para perros puede resultar igual de eficaz y más coherente con la dieta.
Queso y perros: un pequeño lujo bien medido
Con todo lo anterior, el mapa queda claro. Dar queso a un perro es posible y, en muchos casos, práctico. Lo correcto pasa por tres decisiones que marcan la diferencia: elegir variedades sencillas y relativamente bajas en lactosa y grasa; respetar el límite del 10% de calorías para todos los premios; y observar cómo le sienta a ese animal concreto. Por el camino, conviene descartar sin matices los azules y los quesos con ajo o cebolla, desconfiar de los “light” que compensan con sal y mantener a raya el entusiasmo con los curados. Si el contexto clínico aprieta —renal, cardiaco, pancreático—, la respuesta práctica es no o “solo de forma simbólica”, y siempre con la dieta terapéutica en el centro.
En casa, la gestión es más prosaica de lo que parece: cortar trocitos mínimos, convertir el queso en premio especial que no aparece todos los días, ajustar la ración principal cuando haya habido extras y pesar al perro con cierta regularidad. Si la báscula sube, antes de cambiar el pienso, se recortan los caprichos. Si un bocado le cae mal, se retira y se buscan alternativas. Si una medicación no “se lleva” con lácteos, se cambia el contenedor y asunto resuelto.
El queso no es imprescindible en la dieta canina, pero tampoco es un villano por definición. Es un pequeño lujo que, usado con criterio, puede facilitar el entrenamiento, simplificar la administración de fármacos y añadir un toque de palatabilidad en momentos puntuales. Lo demás —excesos, atajos y descuidos— son ruido evitable. Quien pone las reglas no es el antojo del humano ni el brillo de unos ojos mendigando desde la cocina, sino la salud del perro y ese equilibrio tan sencillo como efectivo: poca cantidad, buena elección y atención a las señales. Con eso, la respuesta deja de ser ambigua. Sí, se puede. Y mejor cuando se hace bien.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Hill’s Pet, AniCura España, WSAVA, UC Davis Veterinary Hospital, The Kennel Club.

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