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Cultura y sociedad

Lecornu dimite, Francia sin gobierno: ¿qué hará ahora Macron?

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Lecornu dimite, Francia sin gobierno

Lecornu dimite y Francia queda sin primer ministro; Macron se juega el rumbo: relevo exprés, pacto mínimo o disolución. Claves y escenarios.

París amanece con un vacío en Matignon que obliga al presidente a mover ficha sin demora. La dimisión de Sébastien Lecornu, aceptada por el Elíseo, deja a Francia sin un primer ministro operativo y abre un abanico acotado de decisiones. Lo inmediato para Emmanuel Macron se reduce, de facto, a tres salidas: nombrar rápido a un jefe de Gobierno con suficiente cintura para tejer una mayoría de ocasión; mantener un Ejecutivo en funciones mientras amarra un pacto parlamentario que permita respirar; o disolver la Asamblea Nacional y convocar elecciones legislativas anticipadas si el bloqueo resulta insalvable. No hay un cuarto camino realista. Y el reloj corre, condicionado por el calendario presupuestario y un Parlamento fracturado.

En el corto plazo, lo más probable es que Macron intente primero recomponer una mayoría de subsistencia antes de apretar el botón de la disolución. La presión es potente: Jordan Bardella exige ir a las urnas y recuerda cada día que la actual Cámara es ingobernable. Aun así, mover todo el tablero con una disolución entraña riesgos serios —incluido un resultado aún más adverso—, de modo que el plan A pasa por nombrar a un primer ministro con perfil acordista, capaz de negociar presupuestos, una agenda social mínima y cuatro proyectos clave. Si ese intento naufraga —y puede naufragar—, quedará la vía del adelanto electoral. Macron no dispone de meses; dispone de semanas para fijar una arquitectura política mínimamente estable.

Un vacío en Matignon y tres salidas inmediatas

La salida de Lecornu es la culminación de una crisis que venía incubándose. Nombrado el 9 de septiembre, su equipo no logró articular un perímetro de confianza suficiente entre socialistas, republicanos y centristas moderados. La etiqueta de “continuidad” pesó más que la promesa de diálogo, y la oposición olió sangre. El desenlace —dimisión aceptada y Gobierno en funciones— encaja con un patrón que Francia arrastra desde las legislativas de 2024: ningún bloque posee una mayoría estable, la Asamblea está partida en tres —izquierda agrupada, macronismo, Reagrupación Nacional— y las mociones de censura sobrevuelan cualquier proyecto estructural, especialmente cuando se habla de impuestos, energía o pensiones.

En ese marco, las tres salidas del presidente no son simétricas. Nombrar otro primer ministro le permite probar una recomposición “quirúrgica” del espacio central, con compromisos visibles. No requiere una gran coalición formal, sino acuerdos texto a texto: Presupuestos, poder adquisitivo, transición energética, seguridad. A cambio, exige renuncias programáticas y mucha artesanía parlamentaria. Segunda opción, mantener un Gobierno en funciones para “gestionar los asuntos corrientes” mientras se negocia una fórmula viable. Es el camino del desgaste: legalmente permite operar, pero políticamente reduce el margen de maniobra y transmite interinidad. Tercera opción, disolver la Asamblea y llamar a los franceses a votar de nuevo. Ofrece un “reset” de la legislatura; no garantiza gobernabilidad. Cualquier paso, en cualquier caso, estará atravesado por la ley de Finanzas y la capacidad del Elíseo para sumar abstenciones en votaciones clave.

El detalle relevante: Lecornu ha firmado el mandato más breve que se recuerda. Que en la Quinta República un jefe de Gobierno caiga en semanas no es un matiz; es la certificación de un sistema tensionado, con partidos que se vigilan de reojo y una opinión pública fatigada. De ahí que el nombramiento sucesorio —si llega— necesite cumplir tres condiciones: credibilidad técnica para negociar presupuestos, autoridad política para resistir la primera embestida parlamentaria y un equipo con perfiles que no irriten simultáneamente a derecha clásica e izquierda moderada. Difícil, pero no imposible.

La disolución de la Asamblea, el órdago de Bardella

La disolución es la palanca más poderosa —y más arriesgada— en manos del presidente. La Constitución faculta a Macron para hacerlo siempre que respete el marco temporal de la última disolución; ese impedimento hoy no existe. Si firmara el decreto, las elecciones deberían celebrarse en pocas semanas, con una campaña relámpago, un escrutinio en dos vueltas y una Asamblea que podría salir más ordenada… o más ingobernable. Bardella, ansioso por colocar el debate en clave plebiscitaria, empuja: repite que la única salida legítima es devolver la palabra a los franceses y que cualquier “parche” en Matignon sería un fraude político. El mensaje pega en parte del electorado cansado de maniobras en el Parlamento.

¿Funcionaría? Depende de la geografía electoral que dibujó Francia tras las europeas y las últimas legislativas. El sistema a doble vuelta favorece a quienes logran alianzas territoriales en la segunda ronda. La izquierda, si se coagula en torno a candidaturas únicas, compite con fuerza en ciudades y cinturones; el Reagrupación Nacional domina la Francia periférica y en circunscripciones de voto desmovilizado, y el macronismo resiste en segmentos urbanos de renta media-alta, profesionales liberales y voto europeísta. La clave, como siempre, pasa por los desistimientos y los “frentes republicanos” —apoyos cruzados para frenar a RN—, una táctica que ya no opera con la eficacia de antaño. La aritmética sugiere que una disolución podría castigar al bloque presidencial si no llega con una narrativa creíble y un nombre fuerte para Matignon.

La economía añadiría otra capa. Una campaña exprés multiplica la incertidumbre y tensiona los mercados en pleno debate presupuestario. Con la deuda pública vigilada y el coste de financiación sensible a los sobresaltos, cualquier señal de deriva puede encarecer la prima de riesgo francesa y enfriar la confianza inversora. Ese coste político-financiero explica por qué en el Elíseo no entusiasma arrancar de inmediato la vía del adelanto. Macron no descarta el paso —no puede descartarlo—, pero su instinto, por ahora, apunta a exprimir primero la negociación.

Un primer ministro de consenso: anatomía de una apuesta

La alternativa a la disolución es colocar en Matignon a una figura con capacidad de sumar por arriba y por abajo. ¿Qué significa exactamente eso? Un perfil con autoridad, trayectoria ejecutiva y, sobre todo, sin aristas que bloqueen de salida a socialistas moderados y republicanos institucionales. No es un “tecnócrata puro”, porque la política francesa exige galones de partido para negociar, pero sí alguien con talante técnico y sensibilidad social que permita construir un “pacto de no agresión” en torno a prioridades concretas: Presupuestos, poder adquisitivo, seguridad e inmigración, transición energética y servicios públicos.

Ese primer ministro de consenso tendría un guion relativamente claro para las primeras semanas. Uno, presentar en la Asamblea una hoja de ruta concisa —“menos grandilocuencia, más gestión”—, con un énfasis nítido en el equilibrio ingresos-gastos y en la calidad del gasto público. Dos, abrir mesas técnicas con grupos parlamentarios para modular puntos sensibles: fiscalidad de la clase media, energía (nuclear y renovables), vivienda y sanidad. Tres, cerrar una arquitectura de abstenciones suficiente para que los Presupuestos superen el primer asalto sin activar la herramienta 49.3, esa llave que permite aprobar sin voto salvo censura y que enciende todas las alarmas políticas. Cuatro, dar señales rápidas a Bruselas y a las agencias de calificación: el Gobierno no va a improvisar, tiene un cuadro fiscal creíble y situará el déficit en una senda descendente.

¿Tiene margen real? Sí, si el macronismo acepta concesiones visibles. La derecha clásica puede pedir contrapartidas en materia de orden público, inmigración y alivio fiscal selectivo a pymes y autónomos. La izquierda moderada exigirá blindar la sanidad, revisar recortes, proteger salarios bajos y avanzar en vivienda. Hay espacio para un intercambio mutuo si la narrativa es pragmática: preservar estabilidad, evitar la inestabilidad permanente y atender prioridades sociales sin desbordar el déficit. Con ese marco, una mayoría de “ocasión” no es una quimera. Es frágil, sí. Pero viable si Matignon comunica con claridad y negocia artículo por artículo.

El escollo político no es menor: cada paso de ese primer ministro será leído como un salvavidas para Macron. Si el nuevo titular de Matignon no imprime una personalidad propia, la oposición le incendiará desde el minuto uno. Si la imprime y suena autónomo, una parte del oficialismo se pondrá nerviosa. Esa tensión es consustancial a cualquier gobierno minoritario. La virtud, aquí, consiste en controlar los tiempos, escalonar decisiones y evitar la tentación de grandes reformas con una Cámara que no puede digerirlas. Gestión y foco. Y un lenguaje llano, sin piruetas retóricas.

Gobierno en funciones y el margen legal para resistir

La interinidad permite mantener la administración en marcha, firmar decretos de urgencia y gestionar lo imprescindible, pero su alcance político es limitado. Francia distingue con claridad entre “asuntos corrientes” y grandes orientaciones: un gobierno dimisionario no debería lanzar reformas estructurales ni comprometer gasto permanente de calado. Puede, sí, preparar textos, dialogar y asegurar la continuidad de servicios esenciales. Si la interinidad se prolonga más allá de unas semanas, el coste reputacional crece: la etiqueta “en funciones” transmite parálisis y abre la puerta a que cada grupo de la oposición fije líneas rojas cada vez más duras.

Para Macron, estirar el modo interino sólo tiene sentido como puente corto hacia una salida política concreta: o un nombramiento pactado que llegue con los apoyos semiamarrados, o la disolución. Todo lo demás son semanas perdidas a ojos de la opinión pública y de unos mercados que otorgan poca paciencia a la segunda economía del euro. En ese puente, el Elíseo puede usar herramientas procedimentales —comisiones mixtas, lectura acelerada, ordenanzas—, pero ninguna sustituye a la legitimidad de una votación que ampare las cuentas del Estado. De ahí que la ventana de la interinidad sea estrecha: útil unos días, tóxica si se eterniza.

Un aspecto clave, y no menor, es la función arbitral del presidente en ese periodo. La Quinta República confiere a la jefatura del Estado un papel de equilibrio cuando Matignon se debilita. Eso se traduce en gestos, llamadas, rondas discretas con líderes parlamentarios y mensajes calibrados a la nación. El tono cuenta tanto como el contenido: un Elíseo empujando por encima de las siglas, alineado con la estabilidad y la “gestión razonable”, puede recoser algunas costuras. No todas. Pero suficientes para ganar tiempo y acomodar una salida.

Presupuesto, deuda y credibilidad: el reloj corre

El Presupuesto se ha convertido en la bomba de relojería de esta crisis. La arquitectura constitucional francesa fija plazos tasados para la tramitación de la Ley de Finanzas; el Parlamento dispone de un tiempo limitado para examinarla y aprobarla, y si no llega a puerto existe un mecanismo de urgencia que permite ponerla en vigor de manera excepcional. Sobre el papel, ese cortafuegos evita un “cierre” del Estado al estilo estadounidense. En la práctica, activarlo tendría un coste político alto y exigiría un Gobierno operativo, no eternamente en funciones.

La aritmética fiscal condiciona todo. Francia arrastra un déficit relevante y una deuda que necesita disciplina para no tensionar el coste de financiación. Por eso, cada señal de caos —dimisiones en cascada, vetos cruzados, mociones— pesa en la prima de riesgo y en la lectura de las agencias de calificación. Matignon lo sabe, y Bruselas también. Si el Gobierno logra presentar un marco presupuestario creíble, con un esfuerzo selectivo de gasto, medidas de eficiencia y una senda de ingresos sin golpes bruscos a la clase media, la economía respirará. Si no, la factura llegará rápido: tipos más caros, inversión expectante y capacidad de maniobra menguante.

Aquí emerge otro debate ineludible: el uso del artículo 49.3. Esa herramienta —que permite aprobar un texto salvo que prospere una moción de censura— ha sido el cortocircuito habitual cuando no hay mayorías. Lecornu había prometido evitar activarla para las cuentas, en un gesto de distensión. Su salida reabre la discusión. Un nuevo primer ministro podría reservarse la opción para un momento crítico, pero cada uso del 49.3 erosiona y multiplica el riesgo de censura. A corto plazo, la clave será arrancar abstenciones suficientes para no pisar ese botón. De nuevo, política de alfileres.

Todo ello sucede, además, en una coyuntura europea delicada. La Comisión vigila el cumplimiento de reglas fiscales y el Consejo sopesa márgenes en función de reformas y compromisos. Francia, actor clave del eje París-Berlín, no puede permitirse semanas de parálisis sin enviar una señal de debilidad. España, socio comercial y energético de primera línea, sigue muy de cerca la evolución porque la coordinación en interconexiones, energía y política industrial necesita un interlocutor firme en París. Cuando Francia estornuda, el resto de la UE coge el pañuelo.

Claves políticas internas: quién puede bloquear y quién puede facilitar

El tablero interno francés es áspero y, a la vez, lleno de resquicios. Reagrupación Nacional empuja la disolución, sabedor de que una campaña corta y un clima de hartazgo pueden agrandar su grupo. A la derecha clásica, Los Republicanos, les incomoda quedar atrapados entre RN y el macronismo, pero un sector de sus diputados prefiere influir en textos concretos —seguridad, inmigración, alivio fiscal a pymes— antes que ir a una elección de incierto resultado. La izquierda oscila entre el bloque común y diferencias tácticas: los socialistas, más institucionales, podrían negociar mejoras sociales y salvaguardas en sanidad y vivienda; los sectores más duros presionarán por no blanquear al Gobierno.

El macronismo asume que su fuerza no da para gobernar en solitario. La tentación de levantar una gran coalición formal es baja; la cultura política francesa y los incentivos electorales no empujan en esa dirección. Pero sí puede nacer un pacto de supervivencia: Presupuestos con cesiones repartidas, una agenda corta de consensos y el compromiso —explícito o implícito— de no tumbar al Gobierno de inmediato. Sería un arreglo frágil, frente al que RN tendría fácil lanzar el mensaje de “todos contra nosotros”. Por eso, la comunicación de Matignon y del Elíseo deberá ser pedagógica: explicar costos y beneficios, detallar calendarios, cerrar puertas a ambigüedades que alimenten sospechas.

La opinión pública cuenta. Francia viene de ciclos de contestación social intensos —poder adquisitivo, pensiones, energía— y desconfía de la retórica sin resultados. Un primer ministro que muestre resultados en semanas —rebajar colas en urgencias, acelerar expedientes de vivienda, desatascar proyectos de renovables, dar certidumbre fiscal a pymes— gana aire. Un primer ministro que convierta la política en táctica pura lo perderá en días. De ahí que el perfil del sustituto de Lecornu deba combinar oficio político y obsesión por la ejecución.

El otro actor es Bruselas. Con el nuevo ciclo comunitario en marcha, el liderazgo franco-alemán atraviesa un bache. Alemania lidia con sus propios dilemas fiscales y energéticos; París sin un Gobierno estable reduce su influencia en dosieres calientes: defensa europea, competitividad, norma industrial verde, agricultura. Un vacío prolongado no sólo fragiliza a Francia; desordena el calendario comunitario y complica alianzas clave en el Consejo. El cruce con la política interna es constante: cuanto menos margen tenga París en casa, menos capacidad de imprimir sello tendrá en la UE.

Qué decidir en cuestión de días

La decisión del presidente llegará pronto. La ventana para resolver la sucesión de Lecornu y fijar una senda presupuestaria es estrecha, y nadie ignora que un error alarga la inestabilidad. ¿Qué factores pesarán en el despacho del Elíseo? Uno, el termómetro parlamentario real, más allá de los comunicados: cuántos votos puede reunir el Gobierno —o cuántas abstenciones— para asegurar los Presupuestos y media docena de leyes de impacto. Dos, las líneas rojas de quienes hoy están dispuestos a negociar: fiscalidad de la clase media, gasto social selectivo, política energética con equilibrio entre nuclear y renovables, seguridad y vivienda. Tres, la reacción de mercados y agencias ante un marco de consolidación fiscal razonable. Cuatro, el estado de ánimo del país: si la fatiga con la política de pasillos es tal que hace inevitable reabrir las urnas, no habrá ingeniería parlamentaria que lo impida.

En este punto, el escenario base parece claro: Macron intentará nombrar un primer ministro de consenso con una hoja de ruta corta y concreta, diseñada para atravesar el invierno con Presupuestos aprobados y algunas medidas de poder adquisitivo que alivien tensiones. Si esa apuesta fracasa, si la primera moción de censura se impone o si los socios potenciales se niegan a sostener la interinidad, disolverá. No es un salto al vacío: es asumir que, con esta Asamblea, no hay gobierno posible. Pero antes de llegar ahí, el presidente agotará la vía de la negociación pragmática.

Lo que sí parece descartado es una gran reforma en plena tormenta: ni pensiones, ni una subida fiscal estructural, ni un rediseño completo del Estado. No hay músculo parlamentario ni paciencia social para eso ahora. El objetivo, más modesto y más realista, es devolver previsibilidad al sistema, bajar el volumen del ruido y mostrar que Francia sabe gobernarse aun sin mayorías. Puede sonar poco ambicioso; en realidad, es lo que separa a un país con solvencia institucional de uno en estado de sobresalto permanente.

El futuro inmediato se jugará en detalles concretos: el nombre que salga del Elíseo, las primeras 48 horas en Matignon, el tono con el que se convoque a la izquierda moderada y a la derecha institucional, la letra pequeña de los Presupuestos y la habilidad para mostrar resultados tempranos. También en evitar errores no forzados: un gabinete con equilibrios torpes, un discurso triunfalista, una batalla interna por cuotas. En política, las primeras impresiones cuentan, y Francia no está para más experimentos.

Si algo enseña la caída relámpago de Lecornu es que la estabilidad no se decreta. Se construye. Macron todavía dispone de herramientas y de poder institucional para hacerlo. Pero ya no tiene margen para un nuevo tropiezo. Si la apuesta por el consenso útil sale adelante, la segunda economía del euro podrá volver a navegar con mar rizada pero sin olas gigantes. Si no, la disolución y una campaña a cara de perro aparecerán en el horizonte inmediato. Y ahí la política francesa entrará en una nueva pantalla, con el mismo dilema de fondo: cómo gobernar un país que, por estructura electoral y por cultura política, parece negarse a dar una mayoría clara a nadie.


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Este artículo se ha elaborado con información contrastada de medios españoles de referencia y publicaciones específicas recientes. Fuentes consultadas: EL PAÍS, ABC, RTVE, Europa Press, El Español.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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