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Cultura y sociedad

¿Cuáles son las 7 guerras que Trump dice haber resuelto?

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7 guerras que Trump dice haber resuelto

Trump presume de haber resuelto siete guerras; repasamos hechos y matices, del Cáucaso al Nilo y Gaza, con claves y contexto sólido y actual.

Las siete que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se atribuye como “resueltas” se encadenan en esta lista, tal y como ha repetido en las últimas horas: Armenia y Azerbaiyán, República Democrática del Congo y Ruanda, India y Pakistán, Israel e Irán, Camboya y Tailandia, Egipto y Etiopía —aunque no estaban formalmente en guerra— y Serbia y Kosovo —donde en realidad no había hostilidades activas desde 1999—. A cada una le pone su sello, ya sea por una tregua impulsada desde Washington, por un alto el fuego con verificación débil o por un acuerdo económico que rebajó tensiones.

Ese es el inventario político que hoy exhibe la Casa Blanca. El contexto inmediato le favorece: en paralelo, la administración ha anunciado una primera fase de acuerdo entre Israel y Hamás con canje de rehenes, retirada militar pautada y entrada masiva de ayuda en la Franja. No forma parte de las “siete”, pero actúa como empuje diplomático en un momento clave. Conviene precisar algo desde el inicio, sin rodeos: en varios dosieres, lo que hay son treguas frágiles o acuerdos parciales, y en dos casos no hablamos de guerras como tal. Dicho esto, los hechos y las fechas están ahí, con fotos en salones oficiales y una narrativa que busca el Nobel de la Paz como colofón.

El listado, explicado en corto

La reclamación de Armenia y Azerbaiyán se apoya en un hito visual: un acto en la Casa Blanca en agosto con los líderes Nikol Pashinián e Ilham Aliyev y un documento que “iniciala” un tratado de paz. ¿El núcleo? Un corredor de tránsito entre Azerbaiyán y su enclave de Najicheván a través de territorio armenio. La “Ruta de Trump para la Paz”, nombre que en sí mismo marca el tono, salta del mapa y abre una nueva geografía económica en el Cáucaso. Estados Unidos, según el propio texto, obtuvo derechos exclusivos para desarrollar esa vía durante décadas. No hay tratado definitivo y falta obra física, pero en términos políticos es un golpe de efecto que reduce la mediación rusa y recoloca el tablero regional.

En África central, la RDC y Ruanda firmaron en junio el Acuerdo de Washington para detener la guerra en el este congoleño, alimentada por la insurgencia del M23 —que Kinshasa vincula a Kigali—. El papel dice alto el fuego inmediato, mecanismos de seguridad y un componente económico: acceso preferente de empresas estadounidenses a minerales estratégicos. El terreno, sin embargo, siguió sonando. Hubo denuncias de ejecuciones y violaciones del cese. La etiqueta de “guerra resuelta” se atraganta cuando la violencia persiste días después de los discursos y las fotos.

India y Pakistán entran en la lista por una tregua exprés en mayo tras una escalada en Cachemira con más de un centenar de muertos. Islamabad agradeció la mediación estadounidense e incluso sugirió el Nobel para Trump. Nueva Delhi lo negó en público: sostiene que el cese se negoció por canales militares bilaterales. Hay calma tensa en la Línea de Control, con acusaciones puntuales de violaciones, y ahí se ha quedado.

El caso Israel–Irán es más delicado: 12 días de intercambios y un alto el fuego que Washington presenta como logro propio tras bombardear —junto a Israel— tres instalaciones nucleares iraníes. La tregua llegó, sí, con incumplimientos iniciales y ataques esporádicos. El archiconflicto persiste. Más que paz, una pausa.

En el Sudeste Asiático, la fricción Camboya–Tailandia derivó en cinco días de choques con decenas de muertos y cientos de miles de desplazados. Washington empujó un alto el fuego en Malasia con un mensaje en voz baja pero inequívoco: si no hay cese, habrá aranceles. Firmaron; la artillería pesada se detuvo; las acusaciones de violaciones continuaron a baja intensidad.

El binomio Egipto–Etiopía remite a la Gran Presa del Renacimiento Etíope (GERD), inaugurada este año en el Nilo Azul. No hay guerra declarada. Hay tensión hidro-política con Sudán mirando de reojo. Trump afirma que evitó una guerra en su primer mandato y ahora pide “una solución” mientras admite que el asunto “se ha convertido en un problema muy grave”. Es un conflicto de agua, derecho internacional y seguridad. Falta un acuerdo legal operativo sobre caudales en sequía y mecanismos de arbitraje.

Por último, Serbia y Kosovo: lo que hubo en 2020 fue un acuerdo de normalización económica en Washington. La guerra acabó en 1999. Belgrado sigue sin reconocer la independencia de Pristina (declarada en 2008). Aquella cita sumó tráfico aéreo, ferroviario y algún gesto simbólico, además de guiños hacia Israel. No es una guerra resuelta; es una desescalada económica en un conflicto político crónico.

Tres expedientes con treguas frágiles

RDC–Ruanda, Israel–Irán y Camboya–Tailandia comparten una característica: alto el fuego firmado con prisa y margen de verificación limitado. En Kivu, la arquitectura de paz nació con un problema de base: quién controla territorio y recursos. Si el M23 mantiene posiciones y las Fuerzas Armadas congoleñas (FARDC) no consiguen una coordinación efectiva con fuerzas regionales, los papeles se quedan en retórica. Washington intentó mezclar seguridad y economía con el incentivo de la cadena de suministro global —cobalto, coltán, níquel, estaño—. Tiene lógica: sin trazabilidad y sin estándares, la minería perpetúa la guerra. Pero en mitad de una crisis humanitaria con desplazados por cientos de miles, los incentivos tardan en traducirse en calma real. El dato incómodo: los asesinatos no cesaron en las semanas posteriores a la firma.

En el eje Israel–Irán, la secuencia fue otra: golpe–respuesta–contención. Trump participó de forma directa en los ataques a instalaciones nucleares iraníes y, tras doce días al borde de la escalada regional, anunció una tregua. De puertas adentro, la Casa Blanca lo presenta como “detuvimos una guerra”. De puertas afuera, Teherán y Jerusalén han vuelto a su lógica de disuasión: sombras, ciberoperaciones, mensajes calibrados. Cada vez que hay un incidente marítimo o una milicia aliada de Irán fuerza el tablero en la región, vuelve el riesgo de un recalentamiento. La pausa se sostiene sobre intereses y miedos, no sobre un tratado.

El caso Camboya–Tailandia tiene un componente de realpolitik comercial. Hubo presión arancelaria y un alto el fuego que funcionó como apagafuegos. En la frontera, poblaciones desplazadas empezaron a regresar en goteo tras la firma, aunque con desconfianza. La retórica nacionalista en ambos países no ha desaparecido. Los equipos técnicos se centran en cartografía, despliegue policial y líneas de comunicación entre mandos locales, los que de verdad pueden detener un malentendido antes de que vuelva la artillería. En resumen: paz negativa —no hay disparos— más que paz positiva —reconciliación y garantías—.

Cuando “resolver” significa desescalar

La fórmula de éxito en el Cáucaso y en Cachemira no es idéntica, pero rima. En Armenia–Azerbaiyán, el corredor —esa Ruta de Trump para la Paz— actúa como ancla para inversiones y como pasarela entre el mar Caspio y Turquía. No es menor: enlaza con rutas energéticas y comerciales hacia Asia Central. El coste político para Ereván es alto, por lo que el texto se cuida de subrayar que el pasillo operará bajo ley armenia y con garantías. En el aire quedan asuntos sensibles: seguridad fronteriza, retorno de desplazados, patrimonio cultural en zonas disputadas y cómo evitar que terceros actores —Irán, Rusia, incluso Turquía— conviertan el corredor en un tablero proxy. La calma de hoy depende, en gran medida, de que el proyecto pase del power point a la obra civil sin humillar a ninguna de las partes.

Con India y Pakistán, la Línea de Control es el termómetro. Tras la tregua de mayo, los mandos locales recuperaron la rutina de comunicaciones para desactivar incidentes. Suele funcionar: si un tiroteo se corrige en horas, no escala. Washington reivindica empuje diplomático; Nueva Delhi insiste en que fue gestión bilateral. Aunque exista esa disputa narrativa, el hecho relevante es que la escalada se detuvo. No hay —ni se esperaba— un acuerdo sobre el estatus de Cachemira, terrorismo transfronterizo o doctrina nuclear. Lo conseguido es gestión de crisis. Y no es poco cuando hay capacidad nuclear en ambos bandos.

En ambos escenarios, hablar de “resolver” suena grande porque las raíces siguen vivas. Desescalar no es pacificar. Aun así, congelar la violencia y crear incentivos económicos o de control fronterizo suele ser el primer peldaño hacia algo más estable. Si ese peldaño se consolida y se llena de verificación, la historia cambia de color.

Los dos casos que no eran guerras

La pareja Egipto–Etiopía es paradigmática: no hay declaración de guerra, sí una disputa mayúscula por el agua. La GERD —gran presa etíope— ya genera electricidad y es orgullo nacional en Adís Abeba. Para El Cairo, la seguridad hídrica es cuestión existencial; Jartum oscila entre el beneficio hidroeléctrico y el temor a crecidas mal gestionadas. El papel de Estados Unidos ha sido intermitente: en el primer mandato de Trump, intentó un marco técnico con apoyo del Banco Mundial; ahora, el presidente afirma abiertamente que evitó una guerra. Es una declaración de intenciones y un recurso político. La paz, en realidad, pasa por un acuerdo legal con caudales mínimos en sequía, intercambio de datos en tiempo real y mecanismos de arbitraje. Sin ese trípode, la tensión volverá cada temporada de lluvias.

Con Serbia y Kosovo no cabe confusión: la guerra terminó en 1999. En 2020, Trump logró un acuerdo de normalización económica con Aleksandar Vučić y Avdullah Hoti. Incluía infraestructura, movilidad, cooperación energética y algunos gestos diplomáticos. Fue útil como deshielo técnico. ¿“Resolver una guerra”? No. Fue gestión económica de un conflicto político que sigue abierto —Belgrado no reconoce a Pristina— y que depende, en lo medular, del diálogo que empuja Bruselas con más paciencia que titulares.

Gaza como impulso de campaña

La primera fase del plan para Gaza anunciada por Trump mezcla alto el fuego, liberación de rehenes y repliegue militar con entradas de ayuda a gran escala. En la práctica, sería el movimiento más relevante de 2025 si se implementa con verificación creíble. Estados Unidos comparte reflectores con Egipto, Catar y Turquía, y la letra pequeña es determinante: corredores humanitarios, control de armas, secuencia de liberaciones, papel de la Autoridad Nacional Palestina, seguridad fronteriza con Israel y, sobre todo, gobernanza posbélica. El propio Trump lo ha presentado como “fin de la guerra en Gaza”, un mensaje potente a horas del Nobel. A diferencia de otros expedientes, aquí sí hay una guerra viva que, de consolidarse el cese, podría pararse en sentido estricto.

Ahora bien, la sostenibilidad del acuerdo depende de una arquitectura internacional que hoy apenas se bosqueja: ¿qué fuerza o mecanismo garantizará que la tregua no se rompe a la primera provocación? ¿Cómo se reconstruye sin rearmar? ¿Quién administra servicios y seguridad civil en el enclave? Los costes políticos para todos los implicados —gobiernos, facciones, aliados— explican por qué el optimismo se modula con prudencia. La Casa Blanca lo sabe y por eso coloca Gaza como demostración de capacidad para parar una guerra real, no un expediente de desescalada.

Qué se puede verificar hoy y qué sigue en duda

Con las siete guerras “resueltas”, lo verificable es concreto. Hubo firmas y declaraciones en Washington para Armenia–Azerbaiyán y RDC–Ruanda. Se anunciaron treguas en India–Pakistán, Israel–Irán y Camboya–Tailandia, con líneas de comunicación abiertas entre mandos. En Egipto–Etiopía, el propio presidente ha reivindicado haber evitado una guerra, mientras la presa funciona y se discute su operación. En Serbia–Kosovo, el precedente es el acuerdo económico de 2020. Todo está documentado y es rastreable. No hay invención.

Lo dudoso está en el adjetivo. “Resuelto” sugiere fin del conflicto, tratado y verificación. En Congo continuaron las atrocidades después del papel. En Israel–Irán se impuso una pausa, no una paz. En Camboya–Tailandia el cese depende, todavía, de incentivos comerciales. India discute que Washington haya mediado en la tregua. Egipto–Etiopía es una disputa que necesita derecho y técnica, no retórica. Serbia–Kosovo camina —con tropiezos— por carriles europeos. En síntesis: hay logros diplomáticos reales y hay simplificaciones de campaña.

El término “mediación” también merece precisión. Hay mediación directa —salas, emisarios, borradores— y hay presión estructural: sanciones, aranceles, promesas de inversión, reconocimientos diplomáticos. Trump ha usado ambas. Cuando un alto el fuego se consigue porque el coste de no pactar es demasiado alto, el mérito político existe, aunque la durabilidad sea otra discusión. A ojos del Comité Nobel, la diferencia entre “apagar incendios” y “construir instituciones de paz” suele ser decisiva. La administración lo sabe y por eso intenta trascender los titulares con elementos de verificación y plazos.

Qué cambia para cada región si los acuerdos cuajan

Si la Ruta de Trump para la Paz se convierte en infraestructura en Armenia–Azerbaiyán, el Cáucaso podría estabilizar parte de su violencia recurrente. Un corredor funcional con garantías a Ereván y Bakú reduce incentivos a la coerción militar y diversifica la conectividad de la región. El riesgo es obvio: si se percibe como cesión de soberanía o si terceros lo convierten en pieza de presión, se envenena.

En la RDC, nada será creíble sin rendición de cuentas y retirada de fuerzas extranjeras. Los minerales críticos seguirán siendo un imán de violencia si no hay trazabilidad y certificación. Si el Acuerdo de Washington abre la puerta a proyectos con condiciones sociales y ambientales, es una oportunidad. Si se queda en retórica, decepciona y agrava el cinismo de comunidades exhaustas.

Para India y Pakistán, consolidar la tregua significa mantener conversaciones militares y evitar tentaciones de mostrar “firmeza” con fuegos de artificio. El test es aburrido y burocrático —y por eso suele funcionar—: protocolos, teléfonos rojos, visitas de verificación. La política interna de ambos países no favorece grandes concesiones, pero sí el gesto sobrio de mantener la calma.

Entre Israel e Irán, una pausa sostenida reduce la probabilidad de errores de cálculo que arrastren a terceros. Sucede a veces: una milicia se pasa de frenada, hay bajas y todo se precipita. Si esa dinámica se contiene, el alto el fuego veraniego habrá valido la pena, incluso si nadie lo llama paz.

En Camboya–Tailandia, el seguimiento independiente de la frontera, la cartografía aceptada por ambos y una agenda económica regional —con ASEAN como paraguas— pueden convertir un cese puntual en rutina de no agresión. Si el motor son solo los aranceles de hoy, la estabilidad será temporal.

En el Nilo, el único camino es jurídico y técnico. Modelos hidrológicos, datos compartidos, caudales mínimos, mecanismos de arbitraje. Si esa arquitectura se firma, la retórica de la guerra evitada sonará más plausible. Si no, la sombra de la escalada seguirá ahí cada temporada de lluvias.

En los Balcanes, la normalización económica es útil como andamiaje. El desenlace exige política: reconocimiento, protección de minorías, integración europea. Washington suma, Bruselas conduce. Así ha sido en los últimos años, con picos y valles.

El espejo del Nobel y la batalla por el relato

El Premio Nobel de la Paz tiende a favorecer procesos duraderos, multilaterales y con verificación. La lista de Trump alterna impacto inmediato —detener disparos— con arquitecturas incompletas. La apuesta es clara: que la suma de parones, corredores y acuerdos parciales componga un cuadro de pacificación suficiente para el jurado noruego. El timing juega a su favor: el anuncio sobre Gaza llega en vísperas del fallo, y la foto global de 2025 lo coloca en medio de crisis simultáneas que, al menos por ahora, no han explotado a la vez.

También hay resistencias. En India, la narrativa de la mediación estadounidense no cuaja. En la RDC, las ONG y organismos internacionales han documentado violencia tras la firma. En Irán, el recuerdo de bombardeos en territorio propio convive mal con el discurso de la paz. En Egipto–Etiopía, la afirmación de “evitar la guerra” se percibe como hipérbole si no viene acompañada de un marco legal. Y en Serbia–Kosovo, el crédito europeo pesa más que el abrazo de 2020.

La Casa Blanca ha construido, con todo, una cartografía que no existía hace un año. Corredores, treguas, acuerdos económicos, anuncios sobre rehenes y altos el fuego. La mezcla de diplomacia clásica y palanca económica —aranceles, mercados, inversiones— ha tenido efectos. La discusión, inevitable, es cuánto duran y quién los garantiza cuando cambie el ciclo político en Washington.

Logros verificables, paz por construir

Hay hechos que sostienen la proclama presidencial y matices que la enfrían. Sí, Trump puede apuntar siete expedientes con treguas, acuerdos o desescaladas en su haber: Armenia–Azerbaiyán, RDC–Ruanda, India–Pakistán, Israel–Irán, Camboya–Tailandia, Egipto–Etiopía y Serbia–Kosovo. También puede presumir de un avance con Gaza que, si se implementa, sería decisivo. Pero llamar “guerras resueltas” a todas ellas impone un estándar que hoy, vistas las rupturas de alto el fuego, las negaciones de mediación y la ausencia de tratados formales, no se cumple.

El mapa de 2025, eso sí, enseña algo nuevo: varios puntos calientes que iban hacia peor han frenado. En el Cáucaso, un corredor abre oportunidades. En Cachemira, la Línea de Control duerme. En el este del Congo, el papel existe —aunque la realidad se le resista—. En el Golfo y sus alrededores, una pausa ha distendido la cuerda. En el Sudeste Asiático, la frontera respira. En el Nilo, la tensión se mantiene en el terreno diplomático. En los Balcanes, los trenes y los aviones siguen saliendo.

A partir de aquí, la diferencia entre campaña y historia dependerá de lo de siempre: verificación independiente, instituciones, mecanismos de seguimiento y costes reales por incumplir. Cuando ese tejido existe, los premios llegan solos o importan menos. Cuando falta, las palabras pesan, pero los hechos mandan. Hoy, lo demostrado es parar; lo pendiente, consolidar. Si las siete —y la octava— atraviesan ese puente, entonces sí estaremos hablando de paz construida, no solo anunciada.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: EFE, RTVE, El País, ABC.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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