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Naturaleza

Fallece Jane Goodall: quien era y cual es su legado

Publicado

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Jane Goodall en 2010

Foto de Nicolas Richoffer (Nikeush), Wikimedia Commons. Licencia CC BY-SA 4.0.

Fallece Jane Goodall a los 91 años: hallazgos en Gombe y un legado vivo en ciencia, conservación y educación que transformó la mirada global.

Jane Goodall ha muerto a los 91 años. La primatóloga británica falleció el 1 de octubre de 2025, por causas naturales, en Los Ángeles, donde se encontraba de gira para impartir conferencias. La noticia la confirmó su propia organización, cerrando una vida de trabajo incesante que transformó la comprensión de los chimpancés y elevó la conservación a asunto de primera magnitud.

Su legado es claro y tangible. En la ciencia, abrió una vía de observación a largo plazo que convirtió a Gombe (Tanzania) en sinónimo de conocimiento profundo sobre los grandes simios: uso de herramientas, vínculos complejos, estrategias sociales y expresión emocional. En la esfera pública, movilizó a millones con el Jane Goodall Institute y el programa educativo Roots & Shoots, hoy implantado en decenas de países. En 2025 recibió la Medalla Presidencial de la Libertad en Estados Unidos, reconocimiento que se suma al Templeton Prize (2021) y al nombramiento como Dama del Imperio Británico (2003). El resumen no admite florituras: muere Jane Goodall y queda un territorio vasto de ciencia, educación y acción ambiental que continúa.

Adiós a Jane Goodall: una vida consagrada a entender a los chimpancés

Goodall no llegó a África con el pedigrí académico clásico, sino con una mezcla de intuición y disciplina que acabaría por tumbar prejuicios. Nacida en Londres en 1934, viajó a Kenia en 1957 y, tras trabajar con el paleoantropólogo Louis Leakey, se instaló en 1960 en Gombe Stream, a orillas del lago Tanganica. Allí arrancó una observación paciente —año tras año, estación tras estación— que cambió los manuales. En vez de numerar a los animales, los identificó por rasgos y les puso nombre: David Greybeard, Flo, Fifi… No era un capricho; era reconocer individuos con historias propias y relaciones discernibles. El método chocó con los usos del momento, que veían en esa cercanía un riesgo de “antropomorfismo”. El tiempo y los datos jugaron a su favor.

El hallazgo que abrió la grieta fue la fabricación y uso de herramientas: ramitas deshojadas para extraer termitas, selección de materiales, aprendizaje social. De ahí en adelante, el catálogo de conductas se ensanchó: cacerías cooperativas, jerarquías cambiantes, liderazgos carismáticos y violentos, reconciliaciones, juegos, celos, duelos. Nada de eso negaba lo humano; recolocaba a la especie humana dentro de un continuo evolutivo más rico y, sobre todo, más incómodo para el antropocentrismo.

El método de Gombe: paciencia, nombres y datos que maduran

Su manera de investigar se apoya en una idea sencilla y exigente: solo el tiempo largo revela patrones. Las mismas familias seguidas durante décadas permitieron reconstruir genealogías, observar transmisiones culturales (cómo se aprende a “pescar” termitas, por ejemplo) y detectar impactos de enfermedades o presiones del hábitat. No había atajos. Había libretas, horas de espera, filmaciones, registros minuciosos. La acumulación, no la anécdota, fue su escudo frente a las críticas.

Ese método transformó también la comunicación de la ciencia. Goodall contaba historias con precisión. No trivializaba los datos; los hacía legibles sin renunciar a su complejidad. Esa voz —cálida, nada grandilocuente— permitió que millones de personas entendieran que un chimpancé no es un dibujo escolar, sino un sujeto con agencia, límites y necesidades. Ese cambio cultural quizá sea, a la postre, tan decisivo como sus papers.

Lo que cambió para la primatología y más allá

De Gombe salió una primatología de largo aliento que hoy se considera estándar. Identificación individual, protocolos de observación, series temporales, triangulación con genética, endocrinología y epidemiología. Todo eso se consolidó en gran medida al calor de su trabajo. La consecuencia fue doble: bases de datos robustas y una ética de campo más fina, con límites claros a la intervención humana y estándares de bienestar animal que hoy resultan obvios. En paralelo, el debate sobre la “cultura” en animales dejó el margen y entró en la conversación central de la biología del comportamiento.

De investigadora a altavoz global

A partir de los años 80, Goodall dejó paulatinamente el bosque para hablar del bosque. Universidad tras universidad, parlamentos, escuelas, organizaciones internacionales. Una agenda apretada, casi imposible, sostenida por un mensaje que evitaba el catastrofismo inmovilizador: sí, la pérdida de hábitat, el tráfico ilegal y el cambio climático golpean a los primates; sí, hay margen de acción si se conecta la ciencia con la educación y la política pública.

De esa convicción nacieron dos pilares. El primero, el Jane Goodall Institute (JGI), fundación global creada en 1977 que coordina investigación, conservación, rescate y educación. El segundo, Roots & Shoots, lanzado en 1991, un programa educativo que impulsa proyectos locales liderados por jóvenes en tres ejes concretos: personas, animales y medio ambiente. Con el tiempo, la red se diseminó por escuelas y asociaciones en distintos continentes, sumando huertos urbanos, limpieza de riberas, campañas de reciclaje, monitoreo de fauna y actividades de restauración ecológica.

Qué significa su legado en España

La influencia de Goodall tiene traducción directa en España. El Instituto Jane Goodall España impulsa desde hace años “Movilízate por la selva”, una campaña de recogida y reciclaje de móviles que conecta consumo responsable y conservación de hábitats críticos, reduciendo la presión sobre minerales asociados a la minería en África. Es una palanca educativa que convierte aulas y empresas en puntos de recogida, con métricas claras: dispositivos recuperados, componentes reutilizados, fondos para proyectos de conservación.

En paralelo, el propio JGI España gestiona una base en Dindéfelo (Senegal), anclada a reforestación, investigación y educación ambiental, y trabaja en paisaje transfronterizo con Guinea. La foto es muy concreta: viveros forestales, corredores biológicos, seguimiento de chimpancés occidentales (Pan troglodytes verus), educación para comunidades y alternativas económicas que permitan reducir la presión sobre el bosque. Se trata de la misma lógica que Goodall defendía en cada foro: si las comunidades locales ganan estabilidad y oportunidades, el ecosistema respira.

Raíces y Brotes, por su parte, mantiene actividad continuada en centros educativos españoles, con proyectos que van de la reducción de residuos a la biodiversidad urbana. Son iniciativas pequeñas si se miran de forma aislada; se vuelven grandes cuando se suman en red, año tras año, curso tras curso.

Reconocimientos, impacto y críticas razonables

Goodall recibió distinciones de máximo nivel. En 2003 fue nombrada Dama del Imperio Británico; en 2021 ganó el Templeton Prize por su contribución a las grandes preguntas morales y espirituales desde la ciencia; y en enero de 2025 recibió la Medalla Presidencial de la Libertad en Estados Unidos, la más alta para civiles. Ese trío de reconocimientos dibuja bien su perfil: ciencia rigurosa, dimensión pública e impacto ético.

No faltaron, sin embargo, cuestionamientos legítimos. Parte de la academia discutió si su lenguaje —al describir emociones o intenciones en chimpancés— abría la puerta al antropomorfismo. La respuesta profesional fue seguir acumulando evidencia y afinar las categorías: hablar de cognición social, transmisión cultural o estrategias de reconciliación hoy se apoya en datos conductuales, fisiológicos y neurológicos. Otra crítica apuntó a su salto al activismo: ¿puede una científica convertirse en referente público sin “contaminar” la investigación? Goodall separó roles con claridad: dejó el día a día del campo en manos de equipos locales e internacionales, y concentró su energía en incidencia, educación y captación de recursos. El balance, a la vista de resultados, es favorable: áreas reforzadas, mayor escrutinio al tráfico ilegal, cambios graduales en estándares de bienestar y una ciudadanía más informada.

También se la acusó de simplificar, a veces, la complejidad ecológica en mensajes aptos para audiencias amplias. Es el costo de la comunicación masiva. Su ventaja fue no confundir el relato inspirador con recetas mágicas: insistía en que los cambios cuentan si se sostienen en el tiempo y se miden.

Claves de su legado hoy: líneas de trabajo que continúan

Hablar de “legado” corre el riesgo del bronce. Esta vez conviene vaciar el pedestal y mirar procesos en marcha.

Primero, la ciencia longitudinal. Los registros de Gombe y de otros enclaves africanos mantienen su valor porque siguen generando respuestas a preguntas nuevas: transmisión de innovaciones entre comunidades, relaciones entre estrés y estructura social, impacto de eventos climáticos extremos en la demografía, dinámica de patógenos que saltan de especies. La base no es un archivo muerto; es un laboratorio vivo que alimenta artículos y políticas.

Segundo, la conservación conectada a la realidad social. Corredores biológicos para enlazar fragmentos de bosque, restauración con especies nativas, vigilancia comunitaria contra la caza ilegal, alternativas de ingreso que reduzcan la dependencia de actividades extractivas. La conservación de primates es en gran medida gestión de territorio: cartografía, acuerdos, incentivos, instituciones. Goodall lo explicó muchas veces: sin oportunidades para la gente, los árboles se convierten en leña.

Tercero, la educación como política pública. Raíces y Brotes es un programa global que enseña a proyectar acciones locales con evaluación: objetivos, indicadores, seguimiento. No vende milagros. Emparenta con la alfabetización científica y con la formación cívica: comprender cadenas de suministro, medir la huella material de los dispositivos que usamos, fomentar hábitos de consumo que estrechen el círculo entre bienestar humano y salud del ecosistema.

Cuarto, la revisión del bienestar animal. Laboratorios, bioterios, zoológicos, centros de rescate y santuarios han ido elevando estándares: enriquecimiento ambiental, socialización, protocolos de retirada, compromiso de “no reproducción” en cautividad cuando no sea justificable, transparencia. Goodall presionó, sí, pero también tendió puentes con instituciones para que las mejoras fueran viables y verificables.

Dónde se ve el efecto multiplicador

El efecto Goodall se reconoce en cosas pequeñas que se vuelven sistémicas. Una escuela que instala un punto de recogida de móviles; un municipio que incluye la biodiversidad urbana en su planificación; un laboratorio que endurece criterios de bienestar; una empresa que ajusta sus compras para no financiar minería ilegal; un parque nacional que traza corredores con comunidades vecinas. Todo eso tiene escalas distintas, pero comparte método: diagnóstico, acción, evaluación, comunicación.

La muerte de Jane Goodall puede relajar la atención pública durante unos días, como ocurre con la actualidad efervescente. No debería. La pérdida de bosques tropicales y la fragmentación de hábitats no se detienen con obituarios. Sí se reducen con políticas sostenidas, alianzas estables y un flujo constante de recursos. Esa es la gimnasia que su instituto, y tantos otros, practican cada semana.

Cronología orientativa para situar el recorrido

1934, Londres. Infancia de lectora voraz y cuaderno en mano. 1957, viaje a Kenia, primeros trabajos con Leakey. 1960, inicio de la investigación en Gombe. Años 60, descubrimientos sobre herramienta y estructura social. Finales de los 60 y 70, publicaciones que se convierten en referencia. 1977, nace el Jane Goodall Institute. 1991, Roots & Shoots comienza a tejer red global. 2003, Dama del Imperio Británico. 2010s, consolidación de proyectos de conservación en África occidental y de programas educativos en Europa y América. 2021, Templeton Prize. 2025, Medalla Presidencial de la Libertad. 1 de octubre de 2025, fallece en Los Ángeles durante una gira de conferencias. Entre cada fecha, miles de horas de bosque, de avión, de aula. Un trazo obstinado que explica por qué hablamos de herencia verificable y no de mito.

Este repaso no sustituye una biografía. Ayuda a dimensionar la perseverancia que sostuvo su trabajo. Importa por otra razón: confirma que, aun cuando Goodall dejó el campo, nunca abandonó la agenda. Siguió hablando, convenciendo, escuchando a comunidades, aprendiendo de equipos locales. Esa continuidad es el hilo conductor que conecta la chimpancé Flo con un aula de secundaria en Sevilla o con un vivero en Kédougou.

Lo que permanece tras su partida

Hay muertes que clausuran etapas; otras, abren una responsabilidad. Esta pertenece a la segunda categoría. “Fallece Jane Goodall” no es solo el titular de una noticia: es el punto de partida de un compromiso que ya tiene herramientas, redes y resultados. Permanecen sus series de datos en Gombe y en otros puntos de África; permanecen las unidades educativas que hoy enseñan a compostar, a medir la huella de un móvil, a rehabilitar un tramo de río. Permanece un sentido práctico de la esperanza: no es optimismo vacío, es trabajo acumulado.

De aquí a los próximos años, el test continuo será triple. Uno, mantener y ampliar la investigación de largo plazo: sin datos no hay brújula, sin brújula la política vagabundea. Dos, sostener la financiación de proyectos que mezclan conservación y desarrollo local, con mecanismos transparentes y rendición de cuentas. Tres, blindar la educación ambiental frente a vaivenes institucionales, para que el músculo cívico no dependa del ánimo del día.

Goodall no buscó santidad. Buscó eficacia. Un tipo de eficacia poco ruidosa, casi artesanal, que acepta la imperfección del mundo y empuja donde puede moverlo. Tal vez por eso su figura —serena, cordial, tenaz— generó tanta confianza entre personas con intereses tan distintos: campesinos que viven junto a un bosque, estudiantes que abren un grupo de Raíces y Brotes, responsables de parques nacionales, científicos que pelean por presupuesto, empresas que ajustan sus cadenas de suministro.

Queda, por último, una imagen sencilla para no perder el norte. Un chimpancé joven observa cómo su madre emplea una ramita para extraer termitas. Mira, imita, se equivoca, insiste. Aprende. La escena, descrita mil veces, resume la mecánica del cambio que Goodall defendió durante más de seis décadas: atención, paciencia, prueba, error, persistencia. No hay épica instantánea. Hay práctica diaria. Y hay resultados.

Ese es el lugar en el que su nombre sigue trabajando, incluso ahora. En los bosques que aún resisten, en las escuelas que se ponen en pie para recoger móviles, en los laboratorios que elevan estándares, en las comunidades que conectan bienestar y naturaleza. Allí, donde se decide si la palabra “legado” es un bronce o una tarea, Jane Goodall sigue presente.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de medios españoles y fuentes oficiales, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, RTVE, Europa Press, La Vanguardia, Agencia EFE.

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