Historia
¿Dónde se abrió la primera tienda europea de chocolate?

Londres encendió la fiebre del cacao en 1657 con la primera tienda europea de chocolate, un viaje fascinante entre historia, sabor y cultura.
Se abrió en Londres, en 1657, en un pasadizo estrecho llamado Queen’s Head Alley, a dos pasos de Bishopsgate. El local —bautizado como The Coffee Mill and Tobacco Roll— lo regentaba un francés y vendía “chocolate listo para beber” y también “para hacer en casa”. Así de simple y así de rotundo: el primer establecimiento documentado en Europa que ofreció chocolate al público funcionó en la City, entre el trajín de mercaderes y el rumor de la prensa de mano. De ahí parte todo. Lo demás —leyendas, disputas entre ciudades y fechas que bailan— viene después.
La respuesta a dónde se abrió la primera tienda europea de chocolate está, por tanto, en ese Londres de mediados del siglo XVII, en un contexto muy concreto: un ecosistema urbano que ya había normalizado la sociabilidad del café, la lectura de panfletos y la curiosidad por los productos ultramarinos. Londres convirtió aquella bebida espesa y aromática, llegada de las Indias Occidentales, en un negocio urbano reconocible. Lo hizo con pragmatismo: una casa de bebidas que servía tazas humeantes y, además, vendía la materia prima para llevar. Nada más. Nada menos. Desde ahí se expandió la fiebre por las chocolate houses y se fijó, para siempre, la asociación entre chocolate y modernidad.
Qué hubo exactamente en Queen’s Head Alley
Queen’s Head Alley ya no existe como tal. Fue uno de esos pasajes que la City borró con las sucesivas reurbanizaciones, pero la geografía mental sigue ahí: un callejón que conectaba con la actual Wormwood Street, muy cerca de Bishopsgate, donde el bullicio mercantil se cruzaba con tenderetes, aprendices y escribanos. El rótulo The Coffee Mill and Tobacco Roll no engañaba: café, tabaco y, desde 1657, chocolate. Se entraba a un local sin pretensiones, de techos bajos, bancos de madera y un mostrador de servicio rápido. A veces imaginamos las “primeras veces” como ceremonias grandilocuentes; aquí fue lo contrario, una innovación discreta metida en la rutina de una ciudad que ya vivía deprisa.
El producto estrella se presentaba de dos maneras. Chocolate para beber: rallado, disuelto con agua o con leche, calentado y espumado con un molinillo, servido en jícaras o tazas gruesas. Chocolate “por hacer”: la pasta en tabletas o bloques para que el cliente la trabajara en casa con azúcar y especias. Lo que para la nobleza española y algunos conventos llevaba décadas siendo un hábito, en Londres se transformó en un servicio accesible con horario, precio y clientela variada. Una novedad suficiente como para cambiar costumbres —la pausa de media mañana, la charla vespertina— y avivar discusiones médicas de la época: que si atempera el estómago, que si calienta la sangre, que si conviene tras una noche agitada. Cosas de entonces, sí, pero con un eco reconocible hoy.
La elección del lugar no fue caprichosa. Bishopsgate recogía comercios que atendían a comerciantes llegados del puerto, a funcionarios y a una burguesía en crecimiento. Había mano de obra capaz de transformar el cacao en producto terminable, había proveedores que traían azúcar de caña, había estanterías con canela y vainilla. Y había —esto importa— público alfabetizado, dispuesto a probar lo que leía en los papelitos que corrían de mano en mano. Londres, más que inventar el chocolate en Europa, inventó la manera europea de comprar chocolate.
De bebida colonial a negocio urbano: por qué Londres primero
El cacao no llegó a Europa por Londres, claro. Entró por la puerta española en el XVI, gateado por Sevilla y luego por Cádiz, con cargamentos procedentes de Veracruz, de Caracas o de Guayaquil. Se adoptó como bebida cortesana, pasó por las cocinas de conventos y palacios, y se coló en los desayunos de un país que le tomó gusto a la taza espesa y caliente. España, Italia y el sur de Francia conocían el “chocolate a la española” mucho antes de que un comerciante londinense cobrara un penique por servirlo en un tazón áspero. Pero una cosa es la popularidad privada y otra la institucionalización del comercio minorista, que es lo que convierte un gusto en mercado.
¿Por qué Londres y no Madrid, Sevilla o Roma a la hora de fijar la primera tienda europea de chocolate? Porque ya existía, a mediados del XVII, una red densa de casas de café donde se mezclaban negocios, política y tertulia. Eran espacios semipúblicos con clientela regular, normas más o menos tácitas y una dinámica de novedades. El chocolate encajó en ese circuito como una rareza con credenciales: venía de ultramar, prometía energía, estaba asociado a recetas “a la española” y olía a lujo colonial. El salto a la venta en un local abierto al público resultó casi inevitable. Primero en un callejón; después, en la zona de St James’s, donde las chocolate houses se vistieron de club y se rodearon de apostadores, políticos y escritores.
El fenómeno fue rápido. En pocos años, las chocolate houses competían con los cafés no solo en la City, también en Bristol y Bath. Variaron las recetas, cambiaron los precios, aparecieron dependientes especializados. Desde ese polo anglosajón, la idea de pedir “un chocolate” —en barra para casa o en taza para llevar— se naturalizó. En paralelo, y casi de inmediato, París desplegó su propio relato institucional con licencias reales, artesanos reconocidos y tiendas con otro aire. La modernidad europea, en esencia, aprendió a beber y a comprar chocolate en dos registros: como bebida pública nacida en Londres y como oficio regulado y boutique en la capital francesa.
El papel del comercio atlántico y de los oficios invisibles
Nada de lo anterior se explica sin el comercio atlántico. El cacao que abasteció a Londres fluía por vías abiertas por la monarquía hispánica y, más tarde, por compañías privilegiadas como la Guipuzcoana de Caracas, que en el siglo XVIII convirtió el grano venezolano en un producto casi tan vasco como caribeño. Los cargamentos llegaban a puertos ibéricos, se reexportaban a Ámsterdam, Brest o Londres, y acababan en almacenes que olían a humedad, azúcar y especias. En el último tramo aparecía una cadena de oficios invisibles: molineros, confiteros, mozos capaces de emulsionar una taza hasta dejarla con la espuma correcta. Las tiendas como la de Queen’s Head Alley se apoyaron en esa infraestructura de manos y de rutas, que funcionaba como un reloj en un mundo donde un temporal podía retrasar un barco dos semanas.
Técnicamente, el chocolate londinense de 1657 era una mezcla de pasta de cacao tostado y molido con azúcar, aromatizada con canela, a veces con vainilla u otras especias. No existían aún la prensa de Van Houten (que separaría manteca de cacao y cacao en polvo en 1828) ni la concha de Lindt (1879), de modo que la textura era densa, un punto granulosa. Para lograr la espuma característica se usaba el molinillo, con ese juego de manos que aún sobrevive en cocinas españolas y latinoamericanas. El resultado, servido en tazas gruesas o en jicaras, levantaba a media ciudad. Quien diga que era solo un capricho no ha probado nunca un chocolate bien espeso en invierno.
Recetas, rituales y objetos: de la jícara a la mancerina
A la pregunta —retórica, ya— de cómo se bebía entonces, conviene responder con objetos. La jícara, vaso de calabaza originario de Mesoamérica, viajó con el cacao y pervivió como símbolo de una forma de beber pausada. La mancerina, ese platillo con aro inventado para sujetar la jícara y no derramar una gota en salones y conventos, cuenta otra historia: la del chocolate que se vuelve etiqueta, gesto, coreografía doméstica. A su lado, la chocolatera metálica y el molinillo componen una estampa que entra en Europa por España y va refinándose a medida que avanza el siglo XVII. Con esa vajilla, y con el punto exacto de azúcar, se servía la misma bebida que un día empezó a venderse en un callejón londinense. La circulación de las cosas, no solo de las ideas, es la que forja hábitos.
París disputa el relato: privilegios, boutiques y oficio
Mientras Londres abría la senda del establecimiento abierto al público donde se servía y vendía chocolate, París amarraba un procedimiento distinto: privilegio real al artesano y tienda asociada a ese monopolio. A finales de la década de 1650, la monarquía francesa concedió a un maître chocolatier el permiso exclusivo de fabricar y vender chocolate en la ciudad. A partir de ahí cuajó un modelo que sonará familiar al lector contemporáneo: boutique de producto, mostrador cuidado, discurso de calidad y origen. No era ya el local casi tabernario de la City, sino un comercio con identidad propia donde el chocolate se presentaba como un lujo urbano, cercano al mundo de la perfumería o de la confitería fina.
A menudo se confunden los planos. Hay quien afirma que la primera chocolatería de Europa estuvo en París, y no faltan argumentos si por “chocolatería” entendemos el taller y punto de venta de un artesano con permiso oficial. Pero si se atiende al primer espacio comercial que ofreció chocolate a cualquiera que cruzara la puerta, con horarios y precios de mostrador, la aguja sigue marcando Londres, 1657. El matiz es más que semántico: habla de dos modelos de modernidad que conviven y se influyen. París codifica el oficio, crea imagen de marca, inventa el escaparatismo del cacao. Londres lo convierte en hábito urbano masivo.
El salto al barrio de St James’s es significativo. Allí, casas como White’s nacieron como chocolate houses en 1693 y, con el tiempo, derivaron en clubes privados de élite. A unas calles, The Cocoa Tree mezclaba debates políticos con apuestas en torno a una taza espesa. Se diría que el chocolate, en ese tramo del mapa, dejó de ser novedad para volverse escenario: un telón de fondo donde se negociaban alianzas, se celebraban victorias y se perdían fortunas. Es un paso más en la consolidación de un universo de consumo que no se entiende sin el efecto imán de aquel pasadizo de la City.
España ya estaba enganchada: conventos, salones y obradores
Sería injusto contar todo esto sin reconocer que en la península Ibérica el chocolate llevaba décadas instalado en la vida diaria. Conventos, palacios y casas acomodadas sostuvieron un consumo que convirtió al cacao en una seña de identidad. Los recetarios lo describen con precisión —tueste paciente, molido laborioso, mezcla con azúcar y canela— y la iconografía doméstica lo ancla a salones donde la jícara circula con naturalidad. No faltó incluso el debate moral-teológico: ¿rompe el ayuno una taza de chocolate? ¿Cuenta como alimento o como bebida? La disputa, hoy pintoresca, muestra la intensidad del vínculo. Cuando algo se discute tanto es que forma parte del día a día.
Ciudades como Astorga, Barcelona o Madrid desarrollaron temprano una tradición de obradores capaces de atender demanda local y de surtir a viajeros. En Astorga, por ejemplo, la historia chocolatera está documentada desde el XVII y sus fábricas artesanales del XIX dejaron una huella que todavía puede recorrerse con los ojos (y el olfato). En Madrid, la costumbre del chocolate con picatostes o con churros sobrevivió a modas y crisis, demostrando que la adaptación local de un producto global no se decreta, se decanta. Si el lector ha probado alguna vez un buen chocolate de taza una mañana de enero, sabe que estas cosas no se discuten: se viven.
Este arraigo no contradice el hecho histórico central —la primera tienda europea se abrió en Londres—, sino que lo explica. Había público formado para el chocolate en buena parte de Europa gracias a la difusión española; faltaba convertir ese gusto en comercio minorista estable en una gran capital con cultura de café, prensa y novedad. Londres puso el marco; París, el brillo del oficio; España, la memoria gustativa y los trucos de cocina que hicieron del chocolate algo reconocible y querido. Una tríada que —vista en perspectiva— cuenta la europeización del cacao con matices y sin dogmatismos.
De la taza a la tableta: revolución técnica e industrial
El lector actual asocia chocolate a tabletas, bombones y coberturas brillantes. Nada de eso existía en 1657. La gran revolución técnica llegó dos siglos más tarde. En 1828, la prensa ideada por Coenraad van Houten permitió separar manteca de cacao y cacao desgrasado, abaratando y estandarizando el producto. En 1847, Joseph Fry ensambló una pasta moldeable que dio origen a la primera tableta moderna. Rudolf Lindt, en 1879, aportó la concha, que refina textura y libera aromas. Esa cadena de innovaciones convirtió el antiguo brebaje espeso en un universo de formatos: barras, pralinés, coberturas, cacaos solubles. Pero el pistoletazo de salida comercial —esa lógica de tienda que luego absorbe la industria— suena en Londres, 1657.
¿Por qué importa este recorrido técnico en un artículo centrado en el “dónde”? Porque ayuda a entender una paradoja aparente: el primer comercio de chocolate fue anterior en casi dos siglos al chocolate que hoy entendemos como “tableta”. Lo que se vendía en Queen’s Head Alley era pasta para disolver, no onzas para partir. Aun así, el gesto es el mismo: entrar en un local y comprar chocolate. Un acto cotidiano, reproducible, con un precio reconocible, con una experiencia de consumo que se integra en la vida urbana. El resto es evolución industrial, marcas y publicidad. La chispa primera, sin embargo, fue urbana y artesanal.
Curiosidades históricas y pistas para seguir la huella
Si el lector pasea hoy por la City, no encontrará rastro físico de Queen’s Head Alley. Sí puede, en cambio, reconocer la lógica de aquella apertura en otros escenarios cercanos. Las calles espejo de la antigua parish de St Botolph-without-Bishopsgate conservan el aire de frontera entre la muchedumbre comercial y los espacios de tránsito hacia el West End. Más al oeste, en St James’s, los clubes que nacieron como chocolate houses recuerdan —con sus porteros, sus cornamentas y sus sillones antiguos— un tiempo en que la taza espesa era excusa y combustible de conversaciones decisivas.
También hay objetos que cuentan una historia completa. Un molinillo bien torneado en un mercado de Madrid, una chocolatera en una vitrina familiar, una mancerina con aro de plata en un anticuario de Lisboa. Cada pieza remite a un modo de beber, a una coreografía de manos, a una cadencia de media tarde. Se diría que el chocolate europeo nació dos veces: primero como rito doméstico en el mundo hispano y después como comercio público en el Londres de 1657. Ambas vidas se cruzan en las recetas, en los modales y en la memoria sensorial de generaciones.
Y queda la lengua, siempre indiscreta. “Chocolate a la taza”, “chocolate caliente”, “chocolat à boire”, “drinking chocolate”. Son etiquetas que esconden matices de textura, de espesor, de ingredientes. En España, la densidad manda, y no falta quien defienda la cucharilla que se sostiene en vertical; en Francia, la fluidez invita a beber a sorbos largos; en Inglaterra, el cacao soluble del XIX abrió otra senda más ligera. Cambia el adjetivo, cambia el gesto. Lo que no cambia es la idea de un local donde uno encarga un chocolate y conversa. Ese es, al fin, el legado del pasadizo londinense.
Cómo se pedía entonces una buena taza
Primero, el aroma: el dependiente acercaba el cuenco de pasta de cacao y dejaba que el cliente oliera el punto de tostado. Luego, la promesa: “caliente y espumoso”. En el fogón, un cazo de latón con agua o con leche empezaba a humear. La pasta se desmigaba, se removía con paciencia, se trabajaba con el molinillo hasta levantar esa espuma que justificaba el precio. Azúcar, siempre, y a veces canela, alguna especia más si había existencias. La jícara llegaba humeante a la mano; la mancerina garantizaba que el líquido no viajara por los bordes. El resto eran detalles: un panecillo, un saludo, la complicidad del que sabe que está probando algo nuevo y, sin embargo, familiar. Así se ganan las ciudades un hábito.
Un pasadizo londinense que abrió una época
Que el primer comercio europeo de chocolate se abriera en Londres en 1657 no es solo una anécdota para guías turísticos. Es una pieza de arranque de la historia moderna del consumo. Marca un punto donde una novedad colonial, hasta entonces reservada a élites y conventos, se convierte en servicio urbano: “entre y pida su chocolate”. Después vendrán los privilegios parisinos, la cacharrería delicada, los clubes de St James’s, la industria del XIX y las marcas globales del XX. Pero la semilla —esa que nos permite hoy entrar en una chocolatería y elegir entre taza y tableta— germinó en un local sencillo, de madera gastada, en un callejón de la City.
Y no se trató de una genialidad aislada, sino de la convergencia de rutas, oficios y costumbres. El gusto europeo por el cacao se forjó en España; la puesta en escena comercial la ensayó Londres; la construcción de oficio y boutique la consolidó París. Tres vectores para un mismo fenómeno que, visto desde el presente, parece inevitable. No lo fue. Dependió de decisiones menudas, de comerciantes curiosos, de clientes dispuestos a probar, de una ciudad que hacía de cada novedad un rumor. Si alguien busca, con precisión histórica, dónde se abrió la primera tienda europea de chocolate, la respuesta cabe en un mapa: Queen’s Head Alley, Londres, 1657. Todo lo que vino después —desde la jícara espumosa hasta la tableta con snap perfecto— lleva, de algún modo, el eco de aquel pasadizo. Y, sí, todavía huele a cacao caliente.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: National Geographic Historia, ABC Historia, El País, La Vanguardia Comer.

- Cultura y sociedad
Huelga general 15 octubre 2025: todo lo que debes saber
- Cultura y sociedad
¿De qué ha muerto Pepe Soho? Quien era y cual es su legado
- Cultura y sociedad
Dana en México, más de 20 muertos en Poza Rica: ¿qué pasó?
- Cultura y sociedad
¿Cómo está David Galván tras la cogida en Las Ventas?
- Cultura y sociedad
¿De qué ha muerto Moncho Neira, el chef del Botafumeiro?
- Economía
¿Por qué partir del 2026 te quitarán 95 euros de tu nomina?
- Cultura y sociedad
¿Cuánto cuesta el desfile de la Fiesta Nacional en Madrid?
- Cultura y sociedad
¿Cuándo actuará Fred Again en Madrid? Fecha y detalles útiles