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Diferencia entre zamburiña y volandeira: más allá del sabor

Zamburiña y volandeira con nombres y apellidos: morfología, sabor, tallas, temporada, precios y claves útiles de compra y cocina sin trucos.
La diferencia entre zamburiña y volandeira no es un detalle menor ni una manía de expertos: son dos especies distintas, con morfologías claras, sabores propios y dinámicas de mercado que rara vez coinciden. La zamburiña (Chlamys varia) se reconoce por su concha más alargada y oscura, con “orejas” (aurículas) desiguales y un interior de tonos violáceos o crema; la volandeira (Aequipecten opercularis) es más redondeada, clara —marrones, rosadas, anaranjadas—, y exhibe dos orejas bien formadas y más simétricas. En el plato, la zamburiña ofrece un bocado más yodado y concentrado, con carne firme; la volandeira resulta más dulce, ligera, delicada. En la lonja se nota aún más: la zamburiña es menos abundante y, por tanto, suele cotizar por encima; la volandeira llega en volúmenes mayores y mantiene precios más amables.
La confusión persiste en cartas y pizarras. A veces por costumbre; otras, por picaresca. No es extraño leer “zamburiñas a la plancha” cuando, en realidad, el marisco servido es volandeira. La clave está en mirar la concha y la etiqueta: nombre comercial, nombre científico, origen y arte de pesca. Es un gesto mínimo que evita pagar una joya cuando lo que toca —excelente, pero diferente— es una volandeira bien tratada. Ya hablamos de la diferencia entre zamburiñas y vieiras, pero esta vez nos dedicamos a poner orden entre zamburiñas y volandeiras, con datos contrastados, ejemplos de plaza y criterios de cocina.
Cómo reconocerlas sin dudar
A simple vista se distinguen por tres rasgos. El primero, el color. La zamburiña, en general, luce conchas más oscuras, con una paleta que viaja del violáceo al gris pardo; la volandeira se mueve en tonos claros, anaranjados o rosados, a veces con manchas tenues. El segundo, la silueta. La zamburiña es más esbelta y algo ovalada; la volandeira tiende a la redondez, con un contorno regular, sin “hombros” marcados. El tercero, y decisivo, las aurículas: en la zamburiña no son simétricas —una destaca y la otra casi desaparece—, mientras que en la volandeira ambas están presentes y equilibradas. Ese trío de pistas funciona con una regularidad sorprendente incluso cuando la concha viene entreabierta o con restos de limpieza.
La talla acompaña a la intuición. La zamburiña rara vez supera los 6 centímetros de largo; la volandeira, más ancha de por sí, suele moverse algo por encima cuando la pieza es hecha. En el mercado, esa diferencia se traduce en bandejas donde las más pequeñas y oscuras apuntan a zamburiña y las más grandes y claras sugieren volandeira. Conviene, en cualquier caso, pedir ver la etiqueta. Ahí figuran el nombre comercial y el científico, que despejan dudas de un plumazo. Si la pieza llega limpia, sin concha, la lectura de esa etiqueta es casi obligatoria para no mezclar especies.
Concha, color y “orejas”: la anatomía que delata
Cuando se mira con calma, afloran detalles finos que refuerzan la identificación. La zamburiña suele mostrar más costillas radiales, de textura más marcada, y un interior que va del crema a tonos violáceos o rosados. Su asimetría en las aurículas se acentúa por la hendidura bisal —la zona por la que asoma el biso cuando se fija—. La volandeira presenta radios menos apretados, un interior claro y homogéneo, y dos orejas bien dibujadas que cierran la “portada” con un aire casi simétrico. Puede parecer una minucia, pero en el mostrador es oro: una mirada informada ahorra equívocos.
Tamaño, coral y carne: lo que se ve y lo que se muerde
El coral (la gónada) y la carne ofrecen pistas complementarias. En zamburiña, la carne se percibe algo más prieta y con perfil yodado, de los que aguantan plancha viva sin encogerse en exceso. En volandeira, la mordida es más fina y dulce, limpia, con un coral que suele verse más claro y uniforme. Son matices sutiles que se aprecian mejor probándolas lado a lado: dos piezas a la brasa, vuelta y vuelta, un pellizco de sal y nada más. La diferencia aparece sola.
Nombres, taxonomía y etiquetas que importan
No hablamos de variedades de una misma cosa, sino de dos especies con apellidos. La zamburiña es Chlamys varia, conocida en literatura científica anglosajona como variegated scallop; la volandeira es Aequipecten opercularis, la queen scallop. Son primas de la vieira (Pecten maximus), sí, pero no son “vieiras pequeñas”. La distinción taxonómica tiene consecuencias: al anotar capturas, al fijar tallas mínimas, al etiquetar y, finalmente, al vender. Llamarlas por su nombre —y exigirlo en la etiqueta— protege tanto a quien pesca como a quien compra.
El marco de etiquetado en España y la Unión Europea obliga a indicar nombre comercial, nombre científico, zona de captura y arte de pesca. Es la mejor garantía contra la confusión interesada. En una pescadería seria, ante la duda, el dependiente muestra el albarán del lote y despeja el enredo. Si el rótulo del mostrador dice “zamburiña” pero la pieza es grande, clara y redondeada, algo no cuadra. En hostelería ocurre lo mismo: la carta debería distinguir. Llamar zamburiña a lo que no lo es no solo despista, genera una distorsión de precios que perjudica a todos.
A efectos de comercio internacional, la volandeira se mueve bien porque su distribución es amplia y la especie tolera explotaciones reguladas con volúmenes significativos. La zamburiña, en cambio, depende de bancos más irregulares y de campañas que se abren y cierran con frecuencia. De ahí la sensación, bien real, de que hay semanas en que abundan volandeiras y, sin embargo, la zamburiña aparece a cuentagotas. No es capricho del mercado: es biología y gestión.
Dónde viven y cómo se pescan
La volandeira tiene una distribución amplia en el Atlántico nororiental y el Mediterráneo. Prefiere fondos de arena y grava, desde la bajamar hasta profundidades respetables. Nada a base de abrir y cerrar valvas —ese “vuelo” que le da nombre—, se desplaza, evita depredadores y coloniza zonas con cierta rapidez. La zamburiña, más litoral, se adhiere ocasionalmente por biso a sustratos duros o mixtos y forma agregaciones menos densas. Son hábitos diferentes que explican por qué una especie “entra” mejor en campaña y la otra necesita un manejo más fino.
En Galicia —donde ambas forman parte del paisaje gastronómico—, las capturas llegan con artes reguladas que buscan compatibilizar rendimiento y sostenibilidad. El rastro (adaptado a pectínidos), el bou de vara y el bou de mano, con tamaños de malla y potencias limitadas, permiten recolectar sin arrasar. Las vedas por zonas, los topes por embarcación y las tallas mínimas son piezas de un engranaje que se ajusta cada temporada. Como regla general, la talla mínima en primera venta para zamburiña y volandeira se fija en 40 milímetros de eje mayor; la de la vieira sube hasta 100 milímetros. No es un tecnicismo: es el filtro que separa lo maduro de lo juvenil y da margen a la renovación de los bancos.
La maneja también tiene su lado operativo. Hay días con cierres rápidos cuando aparece demasiado juvenil, y jornadas en que la mar —o el viento— impiden faenar con seguridad. La consecuencia en tierra es visible: oferta elástica, precios que respiran. De fondo late otra evidencia, asumida por cofradías y compradores: sin rotación de caladeros, sin controles ni muestreos, un buen año pasa factura al siguiente. El equilibrio se construye con paciencia y con datos, no con golpes de apetito.
Temporadas, disponibilidad y precio en la plaza
La estacionalidad existe, aunque ya no es tan rígida. En los meses de otoño e invierno la zamburiña suele mostrar su mejor cara, por talla y carnadura; la volandeira ofrece ventanas más amplias, con picos sostenidos que alimentan bien a la hostelería. La percepción generalizada es que la zamburiña —escasa y celebrada— duplica a veces el precio de la volandeira. ¿Es siempre así? No. Depende de zona, clima, demanda y de lo que dicten los planes de explotación cada año. Pero como brújula de andar por casa, sirve.
La etiqueta vuelve a ser decisiva. En el mostrador, un letrero claro y una ficha donde conste procedencia y arte de pesca marcan la diferencia. Quien compra reconoce enseguida a los puntos de venta que cuidan esa trazabilidad y huye de ofertas demasiado milagrosas. Porque, sí, hay chollos a veces, fruto de una buena marea y mucha entrada, y hay gangas que esconden un cambio de especie. La experiencia en plazas gallegas y madrileñas —por citar dos extremos— apunta a un patrón que se repite: cuando la volandeira inunda el mercado, algunos rótulos se relajan; cuando la zamburiña escasea, el apelativo “zamburiña” se estira más de lo debido.
En hostelería, la conversación se ha sofisticado. Cada vez más bares y casas de comida distinguen en carta entre “volandeira” y “zamburiña”, señalan origen y, cuando toca, conserva. El cliente lo agradece y el cocinero gana libertad para ajustar precios y propuestas. No todo son raciones a la plancha: hay espacio para empanadas, arroces caldosos, guisos breves y formatos de temporada que encajan mejor con cada especie.
Cocina con criterio: cuándo pedir una u otra
La zamburiña aguanta de maravilla el golpe de calor directo. En plancha fuerte o brasa corta, el músculo central no se contrae de más y sostiene el punto jugoso con un perfume yodado que llena la boca. Un refrito mínimo —aceite fino, ajo muy picado, perejil tímido— le sienta bien si se entiende como espejo y no como máscara. En horno, los tiempos deben ser breves: el exceso traiciona su textura. Y en empanada, una masa fina y una fritada trabajada a fuego bajo convierten la zamburiña en una fiesta popular que justifica peregrinajes.
La volandeira pide suavidad y jugos que la acompañen. En plancha, sí, pero menos agresiva, o con un hilo de vino blanco que haga de colchón. En horno, agradece un gratinado ligero —pan rallado fino, almendra molida, un soplo cítrico— y acepta salsas claras: una velouté reducida, una mantequilla montada con limón, un caldo corto de mar con finas hierbas (eneldo, hinojo, cebollino) que no aplasten su dulzor. En arroces caldosos aparece como protagonista amable que se expresa con rapidez sin exigir fondos densos ni horas de cocción.
Hay un terreno de juego donde ambas brillan: crudo marinado y plancha brevísima. La zamburiña, cortada al bies, con aceite virgen, lima y una sal de escamas muestra su carácter salino sin estridencias. La volandeira, apenas marcada, con una vinagreta de chalota y un toque de manzanilla, despliega su dulzor. Son dos caminos distintos, complementarios, que —bien presentados— invitan a nombrar cada especie como se debe.
Plancha y brasa: precisión, no heroísmo
La gran tentación es pasarse de tiempo. Con la zamburiña, el margen es algo más generoso: una plancha muy caliente, 30–40 segundos por lado, y reposo fuera del fuego bastan. La volandeira necesita menos y mejor control de calor. Una forma doméstica —y eficaz— de acertar es retirarlas en cuanto “suden” y el coral tome brillo. La sal, al final; los jugos, sobre la concha, no en charco.
Arroces, empanadas y conservas: segundos planos de lujo
En arroces y fideuás, la volandeira manda por volumen y docilidad. La zamburiña, por su precio y carácter, se reserva para platos donde pueda lucir sin disolverse. En empanada, el apellido pesa: “de zamburiñas” significa, literalmente, zamburiñas; si se usa volandeira, no pasa nada, pero se dice. La conserva merece capítulo aparte. La zamburiña en lata —cuando se ha trabajado a buena temperatura y con escabeches finos— compite con ventaja con la volandeira por perfil aromático. A cambio, la volandeira ofrece en lata regularidad y precio que sostienen aperitivos y barras sin perder dignidad.
Evitar confusiones y comprar con cabeza
El error más repetido en mercados y barras es llamar “zamburiñas” a cualquier pectínido pequeño con coral naranja. Ocurre porque, en el plato, la concha desaparece y, con ella, la firma morfológica. El antídoto es simple. Si la pieza llega con concha, mire color, silueta y orejas. Si llega limpia, pida la etiqueta del lote: constará el nombre científico y no hay margen para la ambigüedad. Chlamys varia es zamburiña; Aequipecten opercularis es volandeira. Preguntar no molesta. Y, cuando se paga más, conviene saber por qué.
Un segundo truco, útil cuando el color engaña, es contar —a ojo— la densidad de costillas. La zamburiña suele tener más radios y un relieve externo más marcado; la volandeira, menos apretados y una regularidad que acompaña a su contorno redondo. No hace falta ponerse forense; basta con comparar dos conchas en la mano. En poco tiempo, el ojo se entrena y la cabeza no duda.
La frescura se evalúa igual que en otros bivalvos: concha cerrada o que se cierra al toque, olor a mar limpio, líquido interno claro y piezas bien enteras. Si el precio es extrañamente bajo para un rótulo de “zamburiña”, probablemente haya trampa… o se trate de volandeira. Y no hay problema si se dice. Ambas son mariscos de primera cuando vienen en buen estado y se tratan con respeto. Lo importante es llamarlas por su nombre.
Regulación, tallas y sostenibilidad: el triángulo que sostiene el futuro
La talla mínima es la línea roja. En Galicia, la administración autonómica marca 40 milímetros de eje mayor para zamburiña y volandeira, y 100 milímetros para vieira. Son números que aparecen en controles de primera venta y en planes de explotación anuales. La vigilancia existe y es útil. Permite descartar juveniles, rotar bancos y abrir o cerrar zonas según lo que indiquen los muestreos. La pesca de pectínidos —como la de muchos bivalvos— es especialmente sensible a la presión: una campaña magnífica a destiempo puede traducirse en dos malas después. La experiencia ha enseñado a templar.
En este marco, la volandeira tiende a sostener más meses con volúmenes razonables, mientras que la zamburiña aparece con ventanas puntuales y cuota reducida. Se entiende mejor así el comportamiento de precios y oferta. También que algunos restaurantes afiancen carta con volandeira y reserven la zamburiña para ocasiones, menús degustación o propuestas limitadas.
Zamburiña y volandeira, contadas desde la mesa
Un recurso práctico para entenderlas es probar dos preparaciones gemelas. Por ejemplo, dos conchas por especie, todas a la brasa, sin aderezos salvo sal y un aceite neutro. La zamburiña se expresa con un fondo yodado que recuerda roca y bajamar; la volandeira se mueve en registro dulce, limpio, que roza el frutal cuando la pieza viene inmaculada. Se puede repetir el juego con horno breve y un gratinado mínimo. El resultado es parecido: una impone carácter, la otra amabilidad.
Otro terreno es el arroz. Con la volandeira, un caldo corto de cabezas de crustáceo, un sofrito ligero y un grano que aún muerde alcanzan para que el mar se note sin empalagar. Con la zamburiña, el arroz se vuelve más serio: caldo limpio de pescado de roca, sofrito muy controlado, poca grasa y fuego sin tregua. El objetivo, en ambos casos, es que la especie se reconozca. Si el arroz sabe a todo menos a marisco, algo se torció.
No conviene olvidar el formato conserva, que en España tiene tradición y nivel. Zamburiñas en escabeche, volandeiras en aceite: dos formas de embotellar temporadas y llevarlas a la mesa con garantías. En aperitivos y barras, la diferencia entre una lata correcta y una notable se aprecia en la limpieza del bocado, la tensión del músculo y el equilibrio del adobo. La etiqueta —otra vez— debería precisar la especie. Porque hay marinados que lo tapan todo y marcadores que, si están, se notan.
Por qué “volandeira”: un nombre que describe un gesto
La volandeira “vuela” porque, literalmente, nada impulsándose con la apertura y cierre de sus valvas. Es un mecanismo eficiente para escapar de depredadores y reubicarse en fondos móviles. En la costa gallega, el término hace carrera entre marineros y compradores, y permanece como una de esas palabras que explican sin necesidad de nota a pie de página. La zamburiña —menos móvil y con apego a sustratos— compone, en cambio, esa escasez que tantos celebran.
Un apunte sobre las “vieiras pequeñas”: la confusión que conviene desterrar
El paraguas “vieira” ha servido durante años para simplificar el discurso comercial. Conviene desterrarlo cuando hablamos de zamburiña y volandeira. La vieira de verdad, Pecten maximus, es otra especie, más grande, con una talla mínima superior y una explotación distinta. En titulares y pizarras, mezclarlo todo crea ruido. Y el ruido, en el mercado del mar, suele pagarlo el consumidor… y el propio recurso.
Dos conchas, dos caminos en la mesa gallega
Al final, lo que separa a zamburiña y volandeira es un conjunto coherente de rasgos: especie, concha, sabor, hábitat, disponibilidad y precio. La zamburiña, oscura, alargada, de orejas desiguales, menos abundante y con carácter en boca, encaja en cocciones cortas que respetan su concentración. La volandeira, clara, redondeada, de orejas simétricas, más amable y disponible, pide tiempos breves y salsas claras que acompañen sin imponer. En la plaza y en la carta, nombrarlas bien es la mitad del camino; la otra mitad es cocinarlas con criterio.
Queda una idea sencilla para ordenar cada elección. Cuando el antojo pide perfil yodado y un bocado con presencia, la zamburiña responde. Cuando la ocasión llama a compartir raciones, a llenar la mesa sin romper la hucha y a disfrutar de una textura sedosa, la volandeira encaja perfecta. No hay competición ni jerarquía eterna. Hay mar y hay temporada. Lo demás son ganas de comer bien y —sobre todo— de llamar a cada cosa por su nombre.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: PescadeRías (Xunta de Galicia), Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, CETMAR, Xunta de Galicia.

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