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Cuantos metros cuadrados tiene un campo de futbol: dato real

El campo de fútbol en números: 105×68 m (7.140 m²) como estándar en la élite, rangos, áreas, casos reales en España y medidas en base y sala.
Un terreno de juego de primer nivel mide 105 metros de largo por 68 de ancho, lo que da 7.140 metros cuadrados. Es la superficie que se ha consolidado en las grandes competiciones y que ves cada fin de semana en los principales estadios. No es un capricho: responde a un consenso técnico y competitivo que equilibra ritmo, espacios, seguridad y producción televisiva.
El reglamento admite márgenes. Para partidos internacionales, la banda puede variar entre 100 y 110 metros y la línea de meta entre 64 y 75. En el resto de competiciones oficiales, el abanico se abre desde 90 a 120 de longitud y 45 a 90 de anchura. Traducido a superficie, hay campos homologados que van desde 4.050 m² (90×45) hasta 10.800 m² (120×90). Aun así, en la élite europea se impone con claridad el 105×68. Esa es, en la práctica, la respuesta que manda.
Medidas oficiales y superficies posibles
El fútbol se juega dentro de un rectángulo en el que la línea de banda siempre debe ser más larga que la línea de meta. Las Reglas de Juego establecen dos marcos de referencia: uno para partidos internacionales y otro para encuentros no internacionales. En el primero, el largo oscila entre 100 y 110 metros y el ancho entre 64 y 75; en el segundo, la horquilla se amplía hasta 90–120 y 45–90. Ese margen no es un cheque en blanco, sino una forma de acomodar la historia de los estadios, las realidades climáticas y la variedad de infraestructuras del fútbol federado. Hay campos antiguos encajados en cascos urbanos, céspedes con inviernos extremos que exigen soluciones particulares y recintos municipales que sirven a varios equipos a la vez.
La superficie del terreno cambia notablemente según esas horquillas. Un 100×64 ofrece 6.400 m². Un 110×75 se va a 8.250 m². El máximo teórico de 120×90 alcanza 10.800 m², rara vez empleado en el fútbol profesional moderno por razones operativas: cámaras, perímetros de seguridad, evacuaciones, visibilidad, logística de patrocinio. En sentido contrario, 90×45 —4.050 m²— encaja en campos modesto-municipales, fútbol formativo y categorías donde la infraestructura pesa tanto como la pizarra. En medio, el 105×68 se ha convertido en el estándar que lo ordena casi todo.
Ese estándar se ha reforzado porque facilita la homologación de estadios y simplifica el trabajo de árbitros, delegados, comisarios, operadores de televisión y empresas de datos. Fijar un tamaño de referencia minimiza la disparidad de resultados estadísticos derivados de jugar en superficies dispares y estabiliza los parámetros físicos del juego: distancia media entre líneas, densidad de duelos por metro cuadrado, longitudes de carrera en presiones y coberturas. La medida encaja con la evolución táctica y con la necesidad de producir un espectáculo consistente, reconocible y comparable de ciudad en ciudad.
Por qué 105 × 68 gobierna el juego moderno
El equilibrio deportivo explica buena parte del éxito del 105×68. En esa superficie de 7.140 m² caben las estructuras tácticas contemporáneas —bloques medios y altos, juegos de posición, salidas de tres, transiciones agresivas— sin convertir el campo en una autopista para velocistas ni en un embudo que asfixie a los atacantes. Es un escenario donde es viable presionar arriba sin que la línea defensiva quede desnuda a la primera pelota larga, y donde el equipo que quiere someter con balón encuentra carriles suficientes para atraer, soltar y dañar.
Hay también razones de producción audiovisual y de seguridad. Las ubicaciones de cámaras y operadores, los pasillos de fotógrafos, los anillos publicitarios, los accesos de emergencia y la evacuación del público dependen de una geometría estable. El 105×68 permite diseñar estadios de forma modular y prever con precisión el trabajo a pie de campo. La uniformidad reduce incidencias: menos improvisación con plantillas de medición, menos sorpresas en inspecciones previas, menos ajustes de última hora antes de un saque inicial televisado a medio mundo.
El rendimiento físico encuentra en este tamaño un marco fiable para medir y comparar. Métricas como la distancia total recorrida, la cantidad de sprints o el PPDA (pases permitidos por acción defensiva) se interpretan mejor cuando la “cancha” es la misma. Una tecnología de seguimiento de jugadores no rinde igual si el campo tiene 64 de ancho que si tiene 75; con 68, las series históricas se estabilizan, el análisis gana calidad y la conversación sobre el juego se centra en lo que debe: la ejecución, no la aritmética del césped.
En el plano arquitectónico, un tamaño fijo permite integrar el campo en sistemas complejos: riegos automatizados, calefacción radiante, ventilación forzada de raíces, césped híbrido, paneles móviles o incluso bandejas retráctiles que protegen la alfombra cuando el estadio acoge otros eventos. Nada de eso cambia los 7.140 m², que permanecen como el núcleo del edificio deportivo.
Zonas del terreno y sus números
Las dimensiones globales cuentan una parte de la historia. La otra se escribe en los detalles reglamentarios que predefinen espacios de máxima tensión competitiva: el área penal, el área de meta, el círculo central, las esquinas y la propia portería. En todos los casos, un matiz a menudo olvidado: las líneas forman parte de las áreas que delimitan. Si el balón toca la línea del área, sigue dentro del área; si pisa la cal lineal del terreno, no ha salido.
Área penal, área de meta y distancias clave
El área penal se traza con dos líneas perpendiculares a la línea de gol a 16,5 metros desde cada poste, extendidas hacia el interior otros 16,5 hasta unirse con una paralela a la línea de meta. El rectángulo resultante —en un campo de 68 de ancho— mide 40,32 metros de ancho por 16,5 de fondo, es decir, en torno a 665 m². En su interior, el punto de penalti se coloca a 11 metros del centro de la portería. Justo fuera de esa marca, la media luna dibuja un arco de 9,15 metros de radio, la distancia mínima que debe respetar la barrera en los tiros libres. Esa misma cifra, 9,15, ordena el círculo central y marca las reglas de distancia en casi cualquier reanudación: un número grabado en la memoria de árbitros y especialistas a balón parado.
El área de meta (o área pequeña) replica la lógica a menor escala: se dibuja con dos líneas a 5,5 metros desde cada poste, que penetran otros 5,5 en el campo hasta unirse con una paralela. El rectángulo resultante mide 18,32 por 5,5, alrededor de 101 m². Ordena la mecánica del saque de puerta, delimita el reinicio de libres indirectos en el área y concentra la acción en la zona de mayor riesgo para el guardameta. En entrenamientos, se convierte en laboratorio de bloqueos, temporizaciones y despejes “a zona caliente”.
Círculo central, córners y porterías
El círculo central tiene un radio de 9,15 metros; su superficie ronda los 263 m². Sirve para organizar el saque inicial y reiniciar tras cada gol, pero también como referencia posicional para mediocentros y interiores en las fases de salida. En las esquinas, cada cuarto de círculo tiene 1 metro de radio; son cuatro “quesos” que apenas suman algo más de 3 m² en total, aunque su impacto táctico es enorme: la orientación del pie que saca, la altura a la que entra el primer palo, la segunda jugada en la frontal. La portería, invariable en cualquier categoría de fútbol 11, mide 7,32 metros entre postes por 2,44 de alto. Las redes modernas, tensionadas y con sujeciones seguras, evitan rebotes engañosos y garantizan visibilidad a asistentes y cámaras.
El perímetro de un campo 105×68 asciende a 346 metros. En unidades agrarias, la superficie equivale a 0,714 hectáreas; en sistema imperial, a unas 1,76 acres. Son equivalencias útiles cuando se compara el campo con parcelas urbanas o rústicas, o cuando se proyecta un recinto nuevo en un planeamiento municipal.
Ejemplos reales en estadios de España y Europa
En España, la realidad visible desde la grada confirma la norma: los grandes recintos profesionales presentan 105×68. En Barcelona, el césped del Camp Nou —y en su modernización— ha mantenido esa medida de referencia. En Madrid, el terreno del Bernabéu renovado encaja en el mismo patrón, acompañado de soluciones de conservación que no alteran el tamaño: bandejas retráctiles, ventilación específica para las raíces, luz artificial de mantenimiento. El Cívitas Metropolitano se ha construido desde cero con esa medida, como el Benito Villamarín o San Mamés. El recorrido por estadios de Primera ofrece pocas sorpresas: 7.140 m² como base común y, si acaso, ajustes milimétricos dentro de la tolerancia que no afectan a la lectura del juego.
Más allá, en Reino Unido, conviven pequeñas variaciones históricas que se mantienen dentro de las categorías UEFA: Wembley es el ejemplo más citado con un 105×69 tradicional (75 yardas de ancho en su formulación anglosajona), una rareza tolerada que no rompe el equilibrio general. En otras ligas con estadios antiguos, los márgenes reglamentarios han permitido preservar la idiosincrasia de recintos con más de un siglo de partidos sin sacrificar la seguridad ni la experiencia televisiva. Aun así, la tendencia es clara: diseño de estadio y tono competitivo convergen hacia la superficie 105×68, también por la facilidad que aporta a la hora de acoger partidos continentales.
Los incidentes por medidas incorrectas son hoy marginales, pero no inexistentes. El protocolo de inspecciones previas, con plantillas, cintas y niveles, está precisamente para evitar que una decisión técnica, una obra reciente o un descuido de pintado desbaraten un partido profesional. Y cuando se produce una discrepancia, el margen de reacción es mínimo: corregir líneas, verificar distancias, comprobar nuevamente… Mejor evitarlo. De ahí que los clubes trabajen con planos y mediciones digitales, y con empresas de césped que entregan el campo “ajustado” al milímetro.
La uniformidad influye también en las categorías juveniles que compiten en escenarios profesionales. Finales de torneos, fases de ascenso, fases finales autonómicas: siempre que el calendario se cruza con un estadio de altos estándares, el campo es el mismo. Se entrenan automatismos que luego se reproducen en sedes internacionales, sin tener que “recalibrar” distancias básicas.
Variantes en fútbol base y sala
Fuera del fútbol 11 de élite, la superficie se adapta a la edad, a la modalidad y a la disponibilidad de instalaciones. El fútbol 7, omnipresente en escuelas, clubes de formación y ligas autonómicas, se juega en campos que suelen moverse en bandas de 50 a 65 metros de largo por 30 a 45 de ancho. Esa versatilidad responde a la necesidad de compartir recintos —muchas canchas de F7 se montan atravesadas sobre campos de 11— y a criterios pedagógicos: menos recorrido, más toques, más participación. En términos de área, la horquilla va from 1.500 m² (50×30) a 2.925 m² (65×45). Es un salto de escala muy apreciable respecto al fútbol 11, que permite sesiones dinámicas, rotaciones ágiles y una formación técnica de base.
El fútbol sala es otro mundo en reglamento y sensaciones, aunque comparta apellido y balón. En competiciones internacionales, la pista se fija habitualmente en 40×20 metros, dentro de rangos oficiales que admiten ligeras variaciones. La superficie estándar es 800 m². A efectos comparativos, un campo de 105×68 “contiene” casi nueve pistas de futsal. El contraste ayuda a entender por qué la toma de decisiones en sala es instantánea y por qué el dominio del espacio en fútbol 11 requiere otro tipo de cadencia y lectura.
En fútbol femenino de alto nivel, las medidas del terreno de juego son idénticas a las del masculino. El estándar 105×68 rige en los grandes estadios y en las principales competiciones. Las diferencias deportivas no están en la geometría del césped, sino en ritmos, perfiles físicos, patrones tácticos y microtécnicas que cada equipo impone. La unificación de medidas, creciente en el calendario internacional, aporta claridad y evita debates estériles.
La elección de superficie de juego —natural, híbrida o artificial de última generación— tampoco modifica el tamaño, aunque sí la sensación de fricción, el bote y la conservación. Las homologaciones más estrictas garantizan que, en sintéticos modernos, la carga articular y la distribución de fuerzas se acerquen a la referencia de césped natural. El trabajo invisible se aprecia en el día a día: riegos calibrados según temperatura y viento, cortes de 18 a 25 milímetros según estaciones, cepillados para mantener vertical la fibra híbrida, perforaciones y recebos que oxigenan el perfil del suelo. Todo para que esos 7.140 m² se parezcan al ideal cada 72 horas.
Cálculos, equivalencias y comparaciones útiles
El campo estándar ofrece varias cifras que ayudan a medir conversaciones, presupuestos y sensaciones. Con 7.140 m², estamos ante una superficie que en agrarias equivale a 0,714 hectáreas. En el sistema imperial, hablamos de 1,76 acres. El perímetro de 346 metros permite estimar recorridos superficiales: una vuelta de calentamiento sin invadir el césped puede acercarse a medio kilómetro si se recorre el anillo libre de obstáculos que rodea el campo. En mantenimiento, esas cifras se convierten en contabilidad pura: litros de agua por milímetro de riego, cantidad de fertilizante por metro cuadrado, horas de siega para una pasada homogénea con cilindros de corte.
Dentro del rectángulo, los subespacios condicionan el juego. El área grande, con unos 665 m², genera un ecosistema táctico propio: tiempos de entrada, manos dentro/fuera, orientación del cuerpo del defensor. El área pequeña, con 101 m², es territorio del portero y de las segundas jugadas tras centros cerrados. El círculo central, 263 m², coordina el reparto de alturas en el saque inicial y en reanudaciones rápidas. Las esquinas —esos cuatro cuartos de círculo de 1 metro de radio— parecen insignificantes, pero ordenan carreras, amagos y bloqueos en jugadas que deciden partidos. Todo está tasado en metros, sí, pero se traduce en ventajas competitivas.
Las distancias reglamentarias tallan hábitos. 9,15 metros se convierten en una especie de metrónomo colectivo: barreras, distancias de respeto en saques, diámetro del círculo central. 11 metros separan a lanzador y portería en un penalti, con un punto pintado cuyo cuidado se revisa antes de cada choque. 5,5 metros marcan la zona de saques de puerta y una franja psicológica para delanteros que atacan el primer palo. 16,5 delimitan el lugar donde faltas y contactos cambian de naturaleza disciplinaria. Y 7,32 de ancho por 2,44 de alto definen el target último del juego. Esa precisión no es burocracia: es la base silenciosa de lo que luego parece improvisación pura.
En equivalencias más terrenales, un campo 105×68 se aproxima a 17 pistas de baloncesto FIBA (28×15 m, 420 m²) colocadas una al lado de otra. Frente a la pista de futsal (800 m²), el campo grande representa casi nueve veces su área. En atletismo, el rectángulo queda “dentro” de un óvalo de 400 m con margen para carriles y fosos, lo que explica por qué tantos estadios históricos combinaban grada “lejana” con pistas alrededor: decisiones urbanísticas condicionadas por polivalencia, no por capricho.
En la cocina del análisis de datos, tener un tamaño estable facilita comparaciones intertemporales. Cuando un equipo sube dos metros su altura media de recuperación, esos dos metros “pesan” lo mismo en Sevilla que en Pamplona. Lo mismo con el espacio medio entre líneas en bloque alto, el mapa de calor de un mediapunta o el volumen de duelos en banda. Sin un estándar sólido, el ruido de medición se comería las señales tácticas. Con 7.140 m², los modelos encuentran un anclaje.
Por último, una cuestión semántica que conviene fijar: en el lenguaje de las Reglas, “longitud” o “banda” alude al lado largo; “anchura” o “meta”, al lado corto. No es un capricho terminológico; evita confusiones en actas, inspecciones y modificaciones de obra. Y recuerda: las líneas cuentan. Balón en parte de la línea de banda, balón en juego; pisada sobre la cal del área, pisada dentro.
7140 metros cuadrados que dan forma al fútbol
La cifra que sostiene el juego es 7.140 m². La élite ha decidido que el 105×68 produce el mejor equilibrio entre espectáculo, seguridad y comparabilidad. El reglamento permite otras medidas —y las seguirá permitiendo para atender realidades locales y categorías formativas—, pero el gran fútbol se ha alineado con un formato que agiliza la operativa, homogeniza la métrica y ajusta la emoción. De un córner a un fuera de juego, de una cámara de ultraalta definición a un plan de evacuación, todo se traza alrededor del mismo rectángulo.
Ahí radica parte del encanto de este deporte: cambian los jugadores, los sistemas, los ritmos; la geometría permanece. Y gracias a esa constancia, la conversación sobre lo que pasa en el césped es nítida, comparable, jugosa. Donde quieras que se mire, la respuesta a la pregunta de fondo ya está escrita sobre la hierba: un campo de fútbol, en la práctica, ocupa 7.140 metros cuadrados.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables en España, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Consejo Superior de Deportes, Real Federación Española de Fútbol, FC Barcelona, Real Betis Balompié.

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