Cultura y sociedad
Estalla la crisis EE. UU.–Colombia: ¿por qué es importante?

Foto de Casa Rosada (Esteban Collazo) vía Wikimedia Commons bajo licencia CC BY 2.5 AR.
La tensión entre Washington y Bogotá marca un punto de ruptura que redefine la política, la seguridad y el comercio en América Latina.
La relación más estable de Washington en Sudamérica ha entrado en fase crítica. En pocas semanas, la Casa Blanca endureció el tono y las medidas contra el Gobierno de Gustavo Petro: amenazas de aranceles, anuncio de recortes de ayuda, revocación del visado del presidente colombiano y una ofensiva militar contra lanchas sospechosas de narcotráfico en el Caribe y el Pacífico que Bogotá tacha de “asesinatos”. Al otro lado, Colombia respondió elevando el pulso diplomático y advirtiendo de acciones legales en tribunales estadounidenses. No es un choque retórico cualquiera. Se tambalea un andamiaje que afecta directamente a seguridad regional, comercio, migraciones y equilibrio político en el eje Bogotá–Caracas–Washington.
El motivo de fondo se puede resumir en dos líneas que chocan sin matices. Estados Unidos, con Donald Trump de nuevo en la presidencia, ha regresado a una estrategia punitiva contra la cocaína y quienes la facilitan, priorizando métricas de erradicación, incautaciones, presión económica y operaciones cinéticas en el mar. Colombia, con Gustavo Petro, lleva tres años defendiendo un cambio de paradigma: menos glifosato, más sustitución voluntaria, intervención social en territorios cocaleros y negociación con grupos armados. La fricción se volvió tormenta cuando Washington declaró a Colombia “incumplidora” en su cooperación antidroga, el presidente estadounidense llamó “matón” al mandatario andino y se activó una campaña de golpes a embarcaciones con saldo de decenas de muertos. Si alguien pregunta por qué importa, la respuesta es inmediata: porque rompe un pilar histórico de la seguridad hemisférica y expone a la economía colombiana —y por extensión a empresas españolas con intereses en el país— a meses de incertidumbre.
Lo que ha cambiado de verdad entre Bogotá y Washington
Durante un cuarto de siglo, Colombia fue la pieza más fiable de la política de seguridad de Estados Unidos en la región. El Plan Colombia y sus sucesivas fases canalizaron miles de millones en cooperación militar, policial y social. Esa arquitectura sobrevivió a gobiernos de distinto signo en ambos países. Pero el giro de agendas ha roto la inercia. La designación de Colombia como país que “falló de manera demostrable” en sus obligaciones antidroga —algo inédito en casi tres décadas— encendió las alarmas en Bogotá y en el sector privado. La etiqueta no es una frase para titulares: abre la puerta a condicionar ayuda, reordenar cooperaciones y justificar tarifas a sectores sensibles.
A eso se sumó un deterioro político acelerado: Washington revocó el visado de Petro tras su intervención en Nueva York pidiendo a soldados estadounidenses desobedecer órdenes que considerara contrarias a la humanidad. La decisión se leyó en Colombia como humillación institucional y escalada diplomática. El presidente colombiano replicó con un discurso de soberanía y la promesa de acudir a la justicia norteamericana. En paralelo, la operación militar contra lanchas “narco” —nueve ataques en pocas semanas, con muertos confirmados— fue denunciada por Bogotá como violación del derecho internacional. Es una secuencia sin precedentes recientes entre dos aliados que hasta el verano seguían haciendo ejercicios conjuntos.
Conviene añadir el gesto más grave en el lenguaje diplomático: Colombia llamó a consultas a su embajador en Washington. Es el preludio de una relación congelada si no se reconduce pronto. El clima público, además, se ha contaminado por los descalificativos presidenciales. Trump ha dibujado a Petro como líder permisivo con la cocaína y “muy mal tipo”. El colombiano, a su vez, apunta a una campaña para influir en la política interna de su país de cara a 2026. La cuerda, tensada en exceso, se ha cargado de símbolos que complican la salida.
Un dato clave que corrige bulos: no hay “bases de EE. UU.” en Colombia
En el fragor del debate reapareció una afirmación recurrente: que Colombia “tiene nueve bases estadounidenses”. Es falso. No existen bases permanentes de Estados Unidos en territorio colombiano. Lo que sí hubo fue un acuerdo en 2009 para ampliar el acceso de personal norteamericano a siete instalaciones colombianas —todas bajo mando nacional—, acuerdo que no entró en vigor tras ser frenado por la Corte Constitucional en 2010. Desde entonces, la cooperación se articula mediante programas, ejercicios y asesorías puntuales, con presencia rotatoria y sin soberanía cedida. Las bases son colombianas. Las decisiones sobre su uso, también.
Este matiz jurídico importa porque delimita responsabilidades. Las operaciones navales o aéreas estadounidenses en el Caribe y el Pacífico se hacen fuera de esas instalaciones o con coordinación específica; no hay un “arco de bases” desde el que se dirija una supuesta intervención. En los últimos meses, por ejemplo, se celebró “Relámpago de los Andes 2025”, un ejercicio aéreo colombo–estadounidense con participación puntual de otras fuerzas aliadas. Cooperación estrecha, sí. Bases extranjeras, no. Esa precisión corta la propaganda, pero no atenúa la crisis: la colaboración puede mantenerse a la vez que la política se encona, y justo ahí está hoy la tensión.
El frente marítimo: golpes letales y una disputa sobre la ley
La secuencia militar es el núcleo duro del choque. Desde septiembre, Estados Unidos ha golpeado embarcaciones rápidas en el Caribe y el Pacífico que identifica como lanchas de contrabandistas. Los ataques, anunciados por el secretario de Defensa, han dejado más de treinta fallecidos y dos supervivientes repatriados. Las últimas acciones se produjeron frente a la costa colombiana, lo que disparó la protesta de Bogotá. Colombia pide frenar los ataques, respetar las normas de derecho internacional y coordinar mejor para evitar víctimas civiles o errores de identificación.
Washington sostiene que esas lanchas forman parte de redes criminales y que se actúa en un contexto de conflicto armado contra organizaciones de narcotráfico con capacidad para desestabilizar Estados y alimentar violencia a gran escala. La narrativa legal no es menor: si se acepta la figura de “conflicto armado”, el uso letal de la fuerza en alta mar se rige por reglas distintas a las policiales. Colombia rechaza esa lectura y recuerda que la jurisdicción —y la responsabilidad— cambian si el ataque ocurre en aguas contiguas a su costa o si la identificación es dudosa. Lo que está en juego no es solo quién dispara y a quién, sino bajo qué marco se legitima hacerlo.
En este contexto, la transparencia posterior a cada acción es esencial. Ubicación exacta, coordenadas, pruebas de carga ilícita, cadena de mando y protocolo de identificación deben conocerse si se pretende sostener la legitimidad de las operaciones. Una comisión técnica binacional con acceso a datos y capacidad de verificación independiente sería un paso de cordura para enfriar la escalada. Mantener la ambigüedad solo alimenta sospechas y aumenta el coste político de cada nuevo golpe.
Venezuela, el triángulo incómodo y la cuerda comercial
El acercamiento entre Bogotá y Caracas desde 2022 es otro de los factores que irrita a Washington. Petro restableció relaciones diplomáticas, reabrió la frontera y promovió la reanudación del comercio. Los datos de 2024 y 2025 reflejan un crecimiento del intercambio, sobre todo vía Táchira y Norte de Santander. A ojos de la Administración estadounidense, esa reconexión puede facilitar rutas logísticas del crimen organizado o servir de oxígeno financiero a un régimen sancionado. Y aquí chocan otra vez las visiones: para Colombia, la normalización con Venezuela es una herramienta de seguridad y desarrollo fronterizo; para Estados Unidos, un riesgo que exige controles severos y, llegado el caso, nuevos castigos.
Hay más: las sanciones estadounidenses sobre entidades venezolanas bloquean proyectos que Colombia considera estratégicos, como importar gas o participar en la eventual adquisición de Monómeros. Esto enturbia el cálculo económico de Bogotá y frena inversiones o acuerdos energéticos que atajarían un posible déficit de gas a medio plazo. El resultado es una sensación de interdependencia imposible: Colombia necesita a Venezuela para recuperar dinamismo fronterizo, pero Estados Unidos limita esa apuesta y, a la vez, exige resultados más rápidos contra el narcotráfico.
La economía colombiana, primer termómetro del coste
El impacto de los aranceles que baraja la Casa Blanca —o ya ha activado en parte— se mediría rápido en sectores concretos. Flores, confección, agroindustria y alimentos procesados han aprovechado durante años el acuerdo comercial con Estados Unidos para consolidar empleo formal y exportaciones. Un alza arancelaria —aunque sea temporal— encarece la entrada de esos productos y erosiona márgenes de empresas medianas que no tienen colchón para absorber el golpe. Además, el ruido político encarece el crédito y puede postergar inversiones en infraestructura o transición energética.
A la vez, un recorte de ayuda estadounidense pesa en programas de justicia, desarrollo rural y, sobre todo, en capacidades de la Fuerza Pública. Durante años, Colombia se benefició de entrenamientos, inteligencia y equipos que, sin ser determinantes por sí solos, sí marcaron la diferencia en operaciones contra cabecillas, finanzas ilícitas y rutas marítimas. Si el flujo se restringe, el esfuerzo recae más en el presupuesto nacional. Y las urgencias compiten: seguridad, paz total, inversión social, salud, educación. El tablero fiscal es finito.
El Gobierno colombiano defiende que su estrategia social en territorios cocaleros requiere tiempo y estabilidad para dar resultados: sustitución de cultivos, vías terciarias, créditos, presencia integral del Estado. Estados Unidos pide metas verificables ya, y curvas descendentes en hectáreas sembradas y producción potencial. Ese desacuerdo sobre plazos y métricas es real. La política, por definición impaciente, no suele esperar a que los programas rurales maduren.
España en la ecuación: intereses y riesgos
Para España, la crisis no es ajena. Colombia acoge una presencia empresarial española extensa —banca, telecomunicaciones, energía, infraestructuras, alimentación— y ha sido un polo de inversión estable dentro de la región. Un deterioro largo en la relación con Estados Unidos puede elevar el riesgo país, encarecer el financiamiento y ralentizar proyectos. El comercio bilateral España–Colombia es diversificado y tiene una pata creciente en servicios y economía digital. Cualquier sacudida regulatoria o arancelaria se transmite por las cadenas de valor y, con retraso, por el empleo.
Existe también un vector de seguridad que cruza el Atlántico. Colombia es socio clave en inteligencia y capacitaciones para policías europeas en la lucha contra redes que tocan puertos y plataformas logísticas de la UE. Si la cooperación se enfría, los traficantes se mueven, las rutas mutan y la interdicción pierde eficacia. No es un alarmismo: es el aprendizaje de dos décadas de cooperación transatlántica contra economías ilícitas.
España, con su voz en Bruselas y su red iberoamericana, tiene margen para sugerir salidas que no pasen por la ruptura. Impulsar una cooperación antidroga de nueva generación —menos herbicidas, más inteligencia financiera, trazabilidad, tecnología en el mar—, apoyar alternativas productivas en zonas cocaleras y ofrecer verificación independiente pueden ayudar a bajar el volumen. Dicho sin rodeos: ni el castigo indiscriminado ni la indulgencia funcionan; la combinación de presión y incentivos sí ha dado frutos en el pasado.
Política interna: el péndulo que decidirá el relato
La paz total de Petro exige recursos, paciencia y un entorno internacional que no sabotee cada paso. Si el pulso con Washington estrangula presupuestos o pone en duda la coop técnica, la implementación territorial se complica. Al mismo tiempo, el estamento militar necesita certidumbre: mantenimiento de equipos, doctrinas, formación. Si la cooperación con Estados Unidos se contrae, la adaptación interna deberá ser más rápida. El Gobierno ha hablado de reformas en la Policía y cambios doctrinales; toca sostener seguridad mientras se empujan reformas sociales. Difícil equilibrio.
El debate público, más caliente que nunca, no se decide en X, sino en indicadores duros: homicidios, secuestros, hectáreas de coca, empleo formal, inflación. Si esos datos acompañan, la ciudadanía tolerará el choque con Washington; si no, el péndulo político se moverá y la oposición olerá oportunidad para 2026. Esto no es menor: la crisis bilateral se superpone con un calendario electoral nacional que ya empieza a ordenar lealtades y alianzas.
Un último apunte: Colombia no es el país de 2005. Hay prensa combativa, justicia que frena excesos y una ciudadanía conectada. Esa institucionalidad —imperfecta, pero real— es el mejor antídoto contra fantasías de derrocamientos o de injerencias omnipotentes. La presión existe; el margen de maniobra democrático, también.
Tres líneas de salida que ya se barajan
La contención pragmática es el escenario que más actores económicos ven posible. Implica mantener retórica dura en Washington pero modular sanciones; y, del lado colombiano, bajar el volumen, poner metas mensurables en sustitución de cultivos, reforzar golpes a cabecillas y rutas marítimas con protocolos claros que eviten víctimas civiles. Comercio tocado, relación viva.
La ruptura prolongada es menos probable, pero no imposible si acumulan incidentes en el mar y cruces personales. Sería un congelamiento de cooperación militar, ayuda en mínimos y aranceles sin horizonte. Colombia buscaría oxígeno en Europa y Asia; China y otros actores intentarían entrar en espacios que Estados Unidos dejaría. Resultado: más ruido, más incertidumbre y peores incentivos para las bandas criminales, que tienden a aprovechar el desorden.
El incidente grave es el escenario a evitar: un golpe a una lancha con víctimas colombianas claramente identificadas como civiles, un pesquero mal señalado o un choque entre unidades en aguas en disputa. La política se haría rehén de la táctica. Se evita con reglas de engagement compartidas, coordinación real y rendición de cuentas posterior a cada operación. Si la opinión pública percibe opacidad o engaño, el daño reputacional será duradero para ambos gobiernos.
Qué significan los “pagos” y dónde aprietan las tuercas
En sus mensajes, Trump habla de “dejar de pagar” a Colombia. No es un cheque a nombre del Estado, sino un conjunto de programas distribuidos en varias agencias: cooperación policial y judicial, proyectos de desarrollo alternativo, equipos, entrenamiento, fondos de interdicción. La famosa “decertificación” permite retener partes de esa ayuda, salvo excepciones ligadas justamente a la lucha antidroga y a ciertos intereses de seguridad de Estados Unidos. La Casa Blanca, por tanto, puede apretar en ámbitos específicos, pero no cortar todas las líneas sin ajustar su propio dispositivo en la región.
En el comercio, la palanca son los aranceles y, a otra escala, la gestión de inspecciones y facilitación aduanera. Sectores como textil y floricultor sienten primero cualquier rasguño. Las empresas con presencia española, por su parte, miran el riesgo regulatorio y la exposición a divisas. Si el cruce se alarga, veremos estrategias de diversificación de mercados y ajuste de plantillas; nadie quiere ser rehén de un idilio comercial bilateral que se ha torcido por razones políticas.
Por qué el relato también cuenta (y cómo puede bajar la fiebre)
Las palabras importan. Cuando el presidente de Estados Unidos llama “matón” al presidente de Colombia, no es solo un titular: es una señal a su burocracia, a su Congreso y a su base electoral de que Bogotá ha pasado de socio a problema. Cuando Petro responde con una ofensiva jurídica y con la bandera de la soberanía, envía otra señal: no habrá rectificación fácil. El riesgo es convertir la política exterior en un duelo personal que empuje a los equipos técnicos a la parálisis.
Hay salidas discretas que enfrían crisis sin exigir rectificaciones públicas imposibles. Una hoja de ruta técnica con metas trimestrales sobre hectáreas de coca en zonas priorizadas, golpes coordinados a finanzas del crimen (que duelen más que un alijo), y un protocolo marítimo con mecanismos de revisión conjunta tras cada ataque serían un buen comienzo. A cambio, Washington podría modular aranceles, blindar ciertos programas de cooperación y reconocer públicamente esfuerzos medibles. Nadie gana humillando al otro. Sí se gana bajando el ruido y subiendo la verificación.
Ajuste de expectativas para 2026
En el horizonte se recorta la elección presidencial colombiana de 2026. La oposición —hoy fragmentada— se reorganiza animada por la erosión económica y de seguridad. El Gobierno confía en su relato social y en que las cifras de violencia e interdicción mejoren lo suficiente para sostener la apuesta. Estados Unidos, que no es ajeno a estos relojes, mide cada decisión —aranceles, ayuda, retórica— con la vista puesta en resultados que pueda mostrar a su electorado y a un Congreso que tradicionalmente ha respaldado la cooperación con Colombia.
En el ínterin, los mercados harán su trabajo: premiarán señales de prudencia y castigarán la tentación del todo o nada. La sociedad colombiana, curtida en crisis y pactos, suele penalizar las aventuras que amenazan su bolsillo. Y un choque prolongado con el principal socio comercial sería, por definición, una aventura de alto riesgo.
Un desenlace posible sin héroes ni villanos
La crisis actual no estalló por un malentendido puntual, sino por placas tectónicas que chocan: dos visiones de la “guerra contra las drogas”, dos lecturas de Venezuela, dos estilos presidenciales que convierten la política exterior en una extensión del combate interno. La salida razonable no requiere adhesiones entusiastas, sino pragmatismo: metas verificables, garantías jurídicas en el mar, presión implacable a las finanzas criminales, cooperación en tecnología y controles fronterizos, y una narrativa menos inflamada que, sin renunciar a principios, evite encerrar a cada actor en su trinchera.
Colombia y Estados Unidos han navegado crisis antes. La diferencia, ahora, es la simultaneidad de frentes: diplomático, militar, comercial y simbólico. Si alguno se desactiva —por ejemplo, el marítimo, con reglas claras de actuación y revisión—, la temperatura bajará por gravedad. Si persiste la lógica de “doblegar” al otro, habrá más golpes que resultados.
Lo que se impone en las próximas semanas
El calendario inmediato deja poco margen a la retórica. Bogotá necesitará mostrar golpes quirúrgicos a cadenas de suministro y lavado; no solo lanchas, también bodegas, rutas financieras, intermediarios logísticos. Washington tendrá que aclarar el alcance y las reglas de sus ataques en el mar, evitar acciones cerca de aguas colombianas sin coordinación y transparentar fallos si los hay. El frente comercial pedirá mesura: si los aranceles castigan a agro y textil sin una puerta de salida, el coste político se disparará en Colombia y, a medio plazo, también para la política estadounidense en América Latina.
Si algo enseña la historia común es que la cooperación produjo más reducciones sostenidas de violencia que las campañas de castigo unilateral. El desafío del momento es encontrar un punto en el que la presión no destruya los incentivos para cooperar, y en el que la soberanía no sea excusa para mirar hacia otro lado cuando los números de cocaína —producción y exportación— no bajan.
Entre presión y pragmatismo, una relación que se redefine
El deterioro entre Estados Unidos y Colombia no es una tormenta de verano. Responde a cambios estructurales en prioridades, al giro personalista de la retórica presidencial y a una estrategia en el mar que ha elevado la tensión a niveles arriesgados. También deja al desnudo una verdad incómoda: la política antidrogas clásica y la de nueva generación necesitan encontrarse en un punto intermedio con metas claras, métodos legales y verificación independiente. Ni el castigo sin propuesta ni el discurso sin resultados sostienen alianzas largas.
El desenlace no tendrá héroes. Si Washington modula sus aranceles, transparenta reglas en el mar y preserva canales técnicos, ganará margen para exigir resultados concretos. Si Bogotá ajusta su cronograma de metas, demuestra control territorial donde hoy mandan bandas y combina interdicción inteligente con alternativas reales para el campesino, recuperará crédito ante su principal socio. Entre medias, España y la UE pueden jugar un papel útil si ayudan a traducir el ruido en hojas de ruta verificables. Nada de eso es épico; todo es política exterior adulta. Y es, probablemente, lo único que salvará una relación que, de tanto tensarla, ha descubierto cuánto dependía de la confianza.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, El Tiempo, BBC Mundo, France 24, CNN Internacional.

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