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Cultura y sociedad

¿Por qué la clase media española es siempre más pobre?

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Radiografía de España que se estrecha: 4,3 millones en exclusión severa, alquiler asfixiante y empleo precario; claves y salidas con rigor.

La clase media española se estrecha impulsada por dos motores claros y persistentes: empleo precario y vivienda inasequible. Hoy 4,3 millones de personas viven en exclusión social severa y uno de cada tres es menor de edad. La exclusión más grave está un 52 % por encima de 2007; el trabajo ya no protege como antes —la precariedad alcanza al 47,5 % de la población activa— y el alquiler se ha convertido en trampa: el 45 % de los inquilinos está en riesgo de pobreza o exclusión. En paralelo, la ESO ha dejado de ser un cortafuegos: no superar ese nivel multiplica por 2,7 el riesgo de caer en exclusión severa. El resultado es una sociedad que recupera en macro pero se rompe en micro, con jóvenes entrampados por sueldos de entrada más bajos y hogares que ajustan gastos esenciales para llegar a fin de mes.

No es una racha. Es estructura. Tras dos décadas de crisis encadenadas —financiera, pandemia, inflación— y recuperaciones a medio gas, la desigualdad se ensancha, la integración se contrae y la desventaja se hereda. Tres de cada cuatro hogares en exclusión severa se activan —buscan empleo, se forman, tiran de redes, recortan gastos—, pero chocan con barreras que no dependen solo del esfuerzo individual: mercado laboral dual, alquiler tensionado, coste de la vida y servicios esenciales que no siempre llegan a tiempo. No fallan las personas; fallan los cimientos sobre los que intentan levantarse.

Radiografía de una fractura que ya es estructural

El IX Informe Foessa pone números a algo que se venía intuyendo en la calle: España ha entrado en una fase de fragmentación social inédita. Con una muestra amplia —12.289 hogares encuestados— y un equipo de 140 investigadores procedentes de 51 universidades y entidades sociales, el estudio dibuja una tendencia que atraviesa generaciones. La recuperación macroeconómica convive con bolsas de exclusión más profundas y persistentes. La clase media —esa franja que sostenía consumo, ahorro y expectativas— se contrae y empuja a muchas familias a estratos de vulnerabilidad donde un imprevisto basta para romper el presupuesto.

El informe ofrece cinco vectores que se alimentan entre sí. Trabajo: casi la mitad de la población activa está en situación precaria (temporales, parciales involuntarios, discontinuos, autónomos dependientes sin red). Vivienda: el alquiler a precio de mercado drena recursos hasta convertir el gasto residencial en sobreesfuerzo crónico; casi 4 de cada 10 inquilinos dedican más del 40 % de su renta a vivienda y suministros. Educación: la ESO ya no blinda; la protección real se desplaza a Bachillerato y FP. Salud: se abre una brecha tanto en el acceso como en la salud mental. Redes: más soledad no deseada y aislamiento entre quienes peor lo pasan.

En este marco, la juventud queda señalada por una precariedad estructural. 2,5 millones de jóvenes arrastran salarios de entrada entre un 15 % y un 30 % inferiores a los de generaciones anteriores y trayectorias laborales más inestables. El resultado es un retraso vital: emancipación tardía, natalidad a la baja, ahorro erizado de sustos. A esa edad, posponer ya no es estrategia: es condición.

Trabajo que no integra: precariedad y salarios de entrada

La foto del empleo ha cambiado su gramática. Antes, tener contrato bastaba, con matices, para integrarte. Hoy no siempre. Hay trabajadores pobres —personas con empleo que no logran salir de la exclusión moderada o severa— y sectores donde la rotación se ha convertido en regla: hostelería, comercio, cuidados, logística vinculada al reparto, economía de plataformas. La cifra es contundente: 11,5 millones de personas conviven con diversas formas de inseguridad laboral. En paralelo, más de un tercio de quienes están en exclusión trabajan. Ahí se desmorona la idea de que el empleo por sí mismo es ascensor.

Para jóvenes y mujeres, la cuesta es mayor. Quienes entran ahora al mercado lo hacen con contratos más frágiles, turnos partidos y salarios de entrada ajustados, que en muchos casos no compensan el coste del alquiler urbano. La maternidad sigue suponiendo penalización en términos de carrera y salario; y la brecha crece en hogares monoparentales. El dato de Foessa es nítido: en los hogares con exclusión más grave, casi la mitad están encabezados por mujeres (42 %) y las familias monoparentales han pasado de un 12 % de exclusión en 2007 a un 29 % en 2024. No son anécdotas: son tendencias.

Se percibe, además, un efecto tijera en las carreras: quienes tienen formación posobligatoria logran cierta estabilidad al consolidar su primer empleo; quienes se quedan en ESO repiten tasas de paro oculto, parcialidad no deseada y sueldos de baja productividad. Es el nuevo “cortafuegos”: FP y Bachillerato como frontera real entre integración e inestabilidad. No superar la ESO multiplica por 2,7 el riesgo de exclusión severa. Y cuando al mercado se entra sin ese escudo, cada bache —una baja, un paro, un traslado— se agranda.

En el reverso, también hay activación. Tres de cada cuatro hogares en exclusión severa han intensificado su búsqueda de empleo, su formación, su uso de redes y su disciplina de gasto. En 2021 era el 68 %; en 2024, el 77 %. Es un dato que derriba el mito de la supuesta dependencia pasiva de prestaciones. La voluntad está. Lo que falla son las puertas.

Vivienda: el acelerador que multiplica la desigualdad

La vivienda se ha convertido en el gran acelerador de la desigualdad. Cuando el 45 % de quienes alquilan está en riesgo de pobreza o exclusión, el bloque se mueve. La ecuación es conocida: oferta insuficiente, parque social reducido, presión turística en barrios concretos, tipologías que no encajan con hogares reales (pisos que se quedan pequeños o sobran habitaciones), y rentas que corren por delante de los salarios. El resultado es un sobreesfuerzo que se cronifica y que deja sin margen para imprevistos: una factura de energía disparada, un arreglo doméstico, un gasto sanitario… Con ese tejido tan tenso, cualquier tirón se rompe.

Para clases medias que ya van al límite, la vivienda actúa como impuesto implícito. Paga quien no puede elegir: los que no acceden a compra —porque no ahorran o no les conceden hipoteca— y se ven condenados al alquiler de mercado; los que consumen tiempo y dinero en desplazamientos cada vez más largos para encontrar un piso que encaje con su ingreso. En paralelo, el hacinamiento crece: del 3,2 % de hogares en 2018 al entorno del 7 % en 2024, con mayores tasas en los estratos vulnerables. La vivienda expulsa a uno de cada cuatro hogares de una vida digna, resume el informe, y no es una metáfora.

Hay, además, una geografía del precio que reordena ciudades. Barrios populares que suben de valor por su localización y servicios; centros sometidos a uso turístico; periferias con servicios tensionados. La política pública marca diferencias: donde existe parque asequible —alquiler social, programas de cesión de suelo, rehabilitación con contrapartidas—, baja el sobreesfuerzo y sube la estabilidad residencial; donde falta, la desigualdad se hace barrio y la segregación se vuelve circular. Sin una oferta que crezca y se adapte, el alquiler seguirá siendo la bisagra que empuja a la exclusión.

Educación y origen: la mochila que pesa desde el principio

Los niveles educativos han dejado de ser una línea de meta y se han convertido en puntos de control. Hoy la ESO ya no protege. El “cortafuegos” frente a la exclusión está en FP y Bachillerato. Quien no supera ese listón duplica y algo más su probabilidad de caer en exclusión severa. La escuela importa no solo por el título; importa por las redes que se crean, por la orientación que se recibe, por la exposición a oportunidades. Y ahí el origen familiar es determinante: los hijos de padres con bajo nivel educativo tienen más del doble de probabilidades de caer en pobreza que quienes crecen con progenitores altamente formados.

El ejemplo del informe es ilustrativo y, por desgracia, reconocible. Sofía crece con padres universitarios, habitación propia, apoyo si el sistema falla. Hugo vive con progenitores con ocupaciones elementales, inquietos por el alquiler, en piso compartido. Ambos tienen 10 años y capacidad similar. Uno multiplica sus opciones; el otro multiplica obstáculos. Si además Hugo fuera extranjero, su riesgo de pobreza se dispararía aún más. No hablamos de mérito; hablamos de punto de partida.

La herencia social no es un determinismo, pero sí un lastre. Las políticas de permanencia escolar, la orientación profesional eficaz en FP, las becas que cubren de verdad costes indirectos (transporte, material, comedor) y los puentes con empresas que no precaricen son, literalmente, políticas de clase media. Cada titulación adicional reduce riesgo. Cada fracaso escolar temprano lo eleva.

Salud, malnutrición y soledad: el coste invisible de la exclusión

La exclusión se mide en euros, pero también en años de vida. Entre las familias más vulnerables que tenían una enfermedad grave, el 6 % no recibió atención médica el último año, el doble que en el conjunto de la sociedad. La salud mental también marca la cicatriz: depresión, ansiedad o trastorno adaptativo alcanzan al 6 % de la población, pero superan el 12 % entre quienes viven exclusión severa. Y la soledad no deseada pega un salto: en ese mismo grupo pasa de 3,2 % en 2018 a 16,6 % en 2024. Las redes se retiran cuando más falta hacen; y el coste es cognitivo, emocional y económico.

La malnutrición no siempre se ve. No hablamos solo de hambre; hablamos de dietas peores, alimentos de menor calidad, menos proteína y más ultraprocesados porque el precio manda. Si los alquileres se comen media nómina y la energía ocupa otra porción creciente, la cesta de la compra se empobrece. A medio plazo, eso se traduce en peor rendimiento escolar, más enfermedades crónicas y mayor gasto sanitario. No es un discurso moral; es una ecuación presupuestaria.

En este terreno, las mujeres vuelven a sobrerrepresentarse en la carga. En los hogares con exclusión más grave, ellas lideran casi la mitad de las unidades familiares. La conciliación fracasa cuando coinciden trabajos con horarios irregulares, cuidado de menores o dependientes y acceso limitado a recursos de salud o educación infantil asequible. Cada servicio al que hay que renunciar se convierte en un lastre más.

España en contexto: cifras, territorios y nacionalidad

El espejo europeo coloca la foto en su lugar. España se mueve con tasas altas de desigualdad y pobreza, especialmente en alquiler, aunque con capacidad redistributiva relevante cuando funcionan las transferencias públicas. La métrica AROPE —riesgo de pobreza o exclusión— sitúa al país en torno a una cuarta parte de la población en 2024, con brechas territoriales persistentes: Euskadi y Baleares en la parte baja del indicador; Andalucía, Castilla-La Mancha, Extremadura o Murcia en la alta. No es un capricho del mapa: responde a estructuras productivas, empleo disponible, costes de vivienda y servicios públicos capaces o no de amortiguar choques.

Conviene despejar un ruido recurrente. El 69 % de las personas en exclusión son españolas. No hay un problema inherente al origen. Sí existe una brecha preocupante: casi la mitad (47,4 %) de la población de origen inmigrante está en exclusión, frente a 15,3 % entre la autóctona. La diferencia tiene explicaciones materiales: barreras de acceso a vivienda, reconocimiento de títulos, discriminación en procesos de selección, redes de apoyo más débiles. Cuando se eliminan esas barreras —idioma, homologaciones, inserción laboral temprana—, la brecha se reduce.

También influyen la edad y la composición de los hogares. Las familias con un solo adulto y menores —muchas veces madres— soportan tasas de riesgo muy elevadas. Y hay un elemento demográfico: si la natalidad cae y la emancipación se retrasa, la estructura familiar se estrecha, lo que debilita redes informales que históricamente amortiguaban golpes. En ese escenario, los servicios públicossanidad, educación, dependencia, viviendamultiplican su papel como igualadores.

De los datos a las decisiones

Los números no son destino: son palancas. La primera, ineludible, es la vivienda. Aumentar el parque asequible —alquiler social, fórmulas “build to rent” con contrapartidas, movilización de vivienda vacía con garantías— y acelerar la rehabilitación donde la oferta puede crecer más rápido. No se trata solo de construir; se trata de encajar tipologías con demanda real, enlazar vivienda con transporte y servicios, y contener distorsiones del alquiler turístico allí donde desconecta precios de salarios. Si alquilar deja de ser sinónimo de empobrecerse, la clase media respira.

La segunda palanca es el empleo. Reducir la temporalidad abusiva, combatir la parcialidad forzosa, poner techo a la encadenación de contratos y premiar la estabilidad. La formación profesional orientada a demanda real, con prácticas dignas y puentes a contratos no precarios, ofrece retornos rápidos. Lo mismo la recualificación para adultos atrapados en sectores en transición. Si el salario de entrada gana tracción y el tiempo de trabajo es compatible con la vida, baja la pobreza trabajadora.

Tercera palanca, educación y permanencia. Si la ESO no protege, el objetivo debe ser que todo el mundo llegue a Bachillerato o FP con apoyo temprano, refuerzos en transiciones y becas que cubran los costes reales. La orientación que acompaña decisiones a los 15-17 años es crítica: decide itinerarios que luego son difíciles de remontar. Donde existe, los abandono bajan y el empleo de calidad sube.

Cuarta, salud. Atención primaria bien dotada, salud mental con puertas de entrada y tiempos razonables, nutrición en infancia y adolescencia. En los barrios más vulnerables, reforzar equipos y programas que entran en los domicilios evita costes mayores. No es gasto; es inversión contra la desigualdad. El dato de soledad en exclusión severa —ese salto del 3,2 % al 16,6 %— exige respuestas comunitarias: espacios de convivencia, deporte, cultura de proximidad. La salud también es tejido.

Quinta, familias y cuidados. La penalización por maternidad se corrige con servicios 0-3 asequibles, tiempos compatibles, permisos que repartan cuidados y prestaciones que no castiguen el empleo femenino. En los hogares monoparentales, reforzar la renta disponible y garantizar plazas de educación infantil reduce escollos inmediatos. Donde se cuida, la exclusión cede.

Sexta, integración real para quienes llegan de fuera. Idioma desde el primer día, homologación ágil de títulos, vivienda de transición con alquiler razonable, inducción laboral sin barreras. El dato69 % de las personas en exclusión son españolas, pero la tasa es peor en población inmigrante— indica dónde actuar. Integrar desde el minuto uno ataja desigualdad sin alimentar ruidos.

Y una séptima, transversal: eficacia redistributiva con diseño fino. Las transferencias funcionan —rebajan las tasas de pobreza—, pero deben evitar tramos trampa, simplificar el acceso y coordinar administraciones para que la ayuda llegue cuando se necesita. Si tres de cada cuatro hogares en exclusión ya se activan, el sistema debe dejar de ponerles cuestas.

Foessa aporta un elemento más, menos vistoso pero decisivo: la percepción. Ha calado un relato de individualismo y meritocracia mal entendida que pone la lupa en decisiones privadas y desenfoca barreras públicas. Los datos retratan otra cosa: hogares que persisten, trabajadores que encadenan contratos, jóvenes que entran con sueldos más bajos que los de sus mayores, mujeres que sostienen solas familias enteras. Aquello de “ya se apañarán” se ha demostrado falso. Donde se actúa, mejoran los indicadores. Donde no, la fractura crece.

La clase media —ese colchón que permite planificar y respirarno se recompone sola. Necesita vivienda accesible, empleo estable, educación útil, salud cercana y cuidados compartidos. No es una lista de deseos; es el esqueleto de cualquier sociedad que aspire a ser cohesionada. Hoy España dispone de diagnóstico preciso4,3 millones en exclusión severa, un tercio menores; precariedad del 47,5 %; alquiler que ahoga— y de palancas disponibles. Si se accionan, la grieta cede. Si no, se cronifica.

Ese es el punto. Los hogares ya hacen su parte. Se activan más, se forman, se apoyan en redes, ajustan gastos. Falta que el suelo bajo sus pies deje de hundirse. Con vivienda que no expulse, empleo que integre y servicios que lleguen a tiempo, la clase media puede recuperar terreno. Los datos marcan el camino y, esta vez, no admiten atajos.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Cáritas, Banco de España, RTVE, EAPN-ES, INE.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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