Ciencia
Así es el avión que vuela con energía solar: ¿cómo funciona?

Foto de Alan Wilson (Hawkeye UK) vía Wikimedia Commons, licencia CC BY-SA 2.0
El avión solar de Raphaël Dinelli y el récord europeo marcan rumbo: así operan ERAole, su mezcla sol-bioenergía y lo que es posible en vuelo.
A grandes rasgos, el sistema es claro y funciona con una lógica impecable: un ala ligera cubierta de células solares convierte la luz en electricidad, esa energía se acumula en baterías y alimenta un motor eléctrico que hace girar la hélice con una eficiencia altísima. Cuando la radiación baja —amanecer, nubes densas, noche— entra en juego un generador a bordo que produce electricidad a partir de biocombustible de microalgas, un vector energético con balance de carbono muy bajo si se fabrica con captura de CO₂. El resultado no es un experimento de laboratorio, sino una aeronave real que puede mantenerse horas en el aire sin queroseno y con una firma acústica muy discreta.
El prototipo francés que concentra esta idea se llama ERAole y es obra del navegante y piloto Raphaël Dinelli. No busca reemplazar a un avión de línea, sino probar que la propulsión eléctrica alimentada por sol y complementada con una fuente limpia de respaldo permite volar lejos, subir alto y hacerlo con márgenes de seguridad razonables. La clave está en cómo se gestiona cada vatio: materiales ultraligeros, alas largas de gran alargamiento, electrónica que exprime el rendimiento de los paneles y una estrategia de vuelo que aprovecha la aerodinámica para planear durante largos tramos y “ahorrar” energía cuando el motor no es imprescindible.
Qué aparato es ERAole y quién está detrás
Dinelli no viene de un despacho de ingeniería al uso. Viene del océano, de regatas donde cada gramo y cada amperio cuentan. Esa obsesión por la eficiencia la llevó al aire con un equipo pequeño, apoyado por proveedores de baterías, electrónica y compuestos. El ERAole adopta una configuración de ala tándem —dos planos principales con gran superficie utilizable para fotovoltaica—, un fuselaje de fibra de carbono y una cabina estrecha que reduce la resistencia aerodinámica. El conjunto está pensado para sostener velocidades de crucero moderadas y un consumo eléctrico contenido, de forma que la generación solar cubra una parte significativa de la demanda y el generador de bioenergía se utilice como extensor de rango cuando la meteorología o la fase de vuelo exigen potencia estable.
Hay un reparto energético que el equipo ha explicado en varias ocasiones y sirve para entender la filosofía: alrededor de un 25 % de la energía de vuelo llega del sol, algo más de la mitad procede del generador con biocombustible, y el resto se consigue planeando gracias a la aerodinámica. No son porcentajes rígidos —varían según el día, la ruta y la altura—, pero dibujan una foto honesta de cómo “cierra” el balance a bordo. La tracción es siempre eléctrica: hélice y motor funcionan con electrones; el combustible nunca mueve directamente el eje, solo alimenta el sistema eléctrico cuando hace falta.
Arquitectura energética: sol, batería y bioenergía bien orquestados
Paneles fotovoltaicos en el ala
El primer eslabón es el tapiz de células solares integrado en las superficies alares. No vale cualquier panel. En aviación ligera mandan el peso y la integración aerodinámica: se seleccionan células de alto rendimiento, se encapsulan con materiales que soportan vibraciones, dilataciones y radiación ultravioleta, y se integran al ras para no crear turbulencias. En condiciones de medida estándar —1.000 W/m² de irradiancia y 25 °C de temperatura de célula—, las tecnologías comerciales más eficientes convierten en torno al 20–24 % de la luz en electricidad aprovechable. En vuelo real, con la célula caliente, ángulos cambiantes y pérdidas en el cableado, la cifra efectiva cae, de ahí que cada metro cuadrado de ala sea oro: más superficie utilizable, más vatios en un mediodía limpio.
El seguimiento del punto de máxima potencia (MPPT) es el director de orquesta de este bloque. En lenguaje llano: la electrónica ajusta constantemente la tensión y la corriente para que las células trabajen justo donde rinden más, incluso cuando pasa una nube o la aeronave vira y cambia el ángulo de incidencia. El objetivo, exprimir cada fotón sin castigar la vida útil de los componentes.
Baterías y gestión electrónica
El segundo eslabón son las baterías de litio, cuidadosamente modulares para facilitar el mantenimiento y con BMS (sistema de gestión) que vigila cada celda: tensiones, temperaturas, corrientes. Una aeronave vibra, sufre cambios térmicos rápidos y no perdona. Mantener el pack en su ventana de seguridad es tan importante como tener paneles eficientes. Las baterías cargan con el sol cuando hay excedente y entregan picos de potencia en despegue o ascenso, momentos en los que la demanda del motor supera lo que la fotovoltaica puede ofrecer en ese instante.
Un detalle a menudo invisible es la gestión térmica. Cada grado que se reduzca en las celdas prolonga vida útil y evita pérdidas. De ahí la ventilación dirigida, los disipadores y una colocación estratégica del pack para equilibrar el centro de gravedad sin penalizar la aerodinámica. La electrónica de potencia —controladores, inversores, distribución— completa el cuadro con protecciones redundantes que aíslan fallos y evitan cascadas.
Generador con biocombustible de microalgas
El tercer bloque es el generador a bordo que convierte biocombustible de microalgas en electricidad. ¿Por qué microalgas? Porque son densas en energía, no compiten con cultivos alimentarios y pueden producirse capturando CO₂, lo que reduce de forma significativa las emisiones netas en su ciclo de vida. En el avión, el generador se calibra para trabajar a su punto óptimo, cargando las baterías o sosteniendo la potencia de crucero cuando la luz cae. Es el equivalente aéreo de un rango extendido, pero siempre manteniendo una cadena de tracción 100 % eléctrica hacia la hélice.
La integración del generador no es trivial. Añade peso y sistemas auxiliares (depósito, conductos, gestión de gases), así que se compensa “adelgazando” otros elementos y afinando la aerodinámica. El resultado es un equilibrio: sol siempre que se pueda, baterías cuando se necesita músculo y bioenergía para garantizar continuidad en la potencia. Seguridad operacional por redundancia y autonomía ampliada en la práctica.
Cómo se vuela un avión solar-eléctrico
El pilotaje de una aeronave como ERAole mezcla disciplina energética y lectura del aire. Se despega con apoyo claro de las baterías, se busca cuanto antes un régimen de ascenso eficiente y se nivela a una velocidad donde el consumo cae pero el avance sigue siendo sólido. El plan de vuelo se dibuja para aprovechar zonas de ascendencias (térmicas, brisas de valle), y en los tramos con condiciones favorables se reduce potencia o se corta para dejar que el planeo haga su trabajo. Así se “gana” ese 15–25 % de energía que no sale ni del sol ni del depósito, sino del aire.
La planificación meteorológica pesa tanto como el combustible en un vuelo tradicional. Una jornada con nubosidad media puede ser mejor que un cielo azul sin térmicas si la ruta está diseñada para ir saltando de ascendente en ascendente. Los ángulos de ataque se cuidan, igual que la coordinación de virajes, para evitar arrastres innecesarios. No hay heroísmos: el objetivo es consistencia, no exprimir al límite. Y todo ello con una ventaja muy concreta: el motor eléctrico responde al instante, vibra poco y permite dosificar vatios con una precisión que un motor térmico no ofrece.
Planeo, eficiencia y márgenes de seguridad
El planeo no es una anécdota; es un pilar operativo. Con alas de gran alargamiento, el avión mantiene velocidades de descenso muy bajas. Un planeador clásico convierte metros de altura en kilómetros de avance; aquí pasa lo mismo, pero con una red eléctrica que permite reinyectar potencia cuando conviene o recuperar nivel antes de un relieve. De ahí que la aeronave se sienta, por momentos, como un motovelero avanzado.
En seguridad, la redundancia está en la arquitectura. Si el generador sufre una anomalía, paneles y baterías sostienen el vuelo mientras se reconduce la situación y se elige campo alternativo; si lo que falla es un módulo de batería, la configuración modular aísla el problema; si la irradiancia cae de forma brusca, hay procedimiento para priorizar consumo y conservar altura. Gestión de riesgos con capas, como en la aviación convencional.
Lo que dicen las marcas recientes
El verano ha dejado una fotografía técnica reveladora: un avión solar-eléctrico europeo superó los 9.500 metros de altitud en un vuelo de más de cinco horas. Esa subida, lograda con una plataforma ligera de gran envergadura y superficie alar fotovoltaica, demuestra que la electricidad generada por el sol —bien administrada, con planeo y en el momento adecuado del día— sirve para trepar hasta niveles que hace unos años se consideraban fuera del alcance de esta tecnología. No es un avión de transporte y no lleva decenas de pasajeros, pero su mensaje tecnológico es nítido y aterriza en la misma tesis de ERAole: con aerodinámica extrema, gestión fina de la energía y pilotos entrenados en eficiencia, el techo operativo crece y las misiones útiles se hacen verosímiles.
Esa marca también ordena el debate público. Ya no se discute si el sol “da” o “no da”; se discute para qué tipo de misiones da. Y ahí entra una escala de usos reales: observación ambiental con sensores ligeros, cartografía, comunicaciones temporales sobre zonas sin cobertura, formación avanzada y, a medio plazo, servicios regionales donde la reducción de ruido y emisiones tenga un valor regulatorio y comercial tangible.
La pista industrial en Francia
Francia está moviendo ficha en el lado industrial. Los prototipos como ERAole empujan los límites, y en paralelo surgen plataformas híbridas eléctricas con vocación de serie. La familia Cassio, de VoltAero, es el caso más visible: módulo de propulsión híbrida patentado, diseño de cabina para rutas regionales y un plan claro para certificación. No es un avión solar y no pretende serlo; toma, sin embargo, varias lecciones de la escuela eléctrica: gestión de energía, materiales compuestos para reducir masa, reducción de ruido en despegues y aproximaciones, mantenimiento simplificado en la parte eléctrica.
El vínculo con ERAole es conceptual: electricidad como corazón de la tracción, combustible limpio como apoyo. Lo que se aprende al integrar BMS robustos, MPPT que no “sangran” vatios y hélices de alto rendimiento se traslada con relativa facilidad a entrenadores, ultraligeros de escuela y aparatos regionales. Es el “goteo” clásico de la aviación: el récord abre camino, el producto llega después.
Costes, mantenimiento y qué significan en la práctica
Hablar de costes en un prototipo siempre es delicado, pero hay tendencias que ya se observan. Un motor eléctrico tiene menos piezas móviles y menos mantenimiento que uno de combustión. No hay cambios de aceite, ni inyección que calibrar, ni escapes que revisar por carbonilla. Sí hay que vigilar rodamientos, sellos y refrigeración, y sí hay inspecciones rigurosas del sistema de alto voltaje. La batería es el componente que más condiciona el coste de ciclo de vida: número de ciclos útiles, tasa de degradación térmica y precio por kWh. La curvatura de aprendizaje sigue empujando a la baja esos euros por kWh, aunque en aviación se paga una prima por densidad y certificación.
En operación, el “combustible” solar es, por definición, gratis, pero el avión no siempre puede volar solo con sol. De ahí que el biocombustible de microalgas sea un coste variable real que depende del proveedor y del modelo de producción. La balanza se inclina a favor cuando las horas de vuelo se planifican en ventanas de radiación óptimas y cuando se programa el mantenimiento para minimizar paradas. En entornos de aeroclub o escuela, donde los perfiles de misión son repetitivos y de corta duración, la economía opera a favor: ruido mínimo, reutilización energética diaria y reputación de emisiones bajas.
En infraestructura, la carga es el gran tema. Un avión como ERAole no necesita megavatios en el hangar, pero sí puntos de carga bien protegidos, electrónica con protecciones de tierra y procedimientos claros. El depósito de biocombustible se maneja como cualquier combustible aeronáutico: calidad, filtrado, trazabilidad. El personal requiere formación específica en alto voltaje, manipulación de baterías y protocolos de emergencia. Nada exótico para un taller de hoy; sí nuevo en muchas escuelas de vuelo pequeñas, que deberán adaptarse.
Qué aporta a la aviación y dónde están los límites aún
La principal aportación de ERAole y de proyectos afines es abrir un espacio operativo que no existía: vuelos tripulados con tracción eléctrica donde el sol es actor principal y un combustible de baja huella asegura continuidad. No es la panacea. La densidad energética de las baterías sigue varios órdenes por debajo de la del queroseno, y la eficiencia de las células solares sube décimas por año, no saltos cuánticos. Eso obliga a diseños extremos, a operaciones inteligentes y a aceptar que, durante una temporada larga, la aviación solar-eléctrica será selectiva: observación, entrenamiento, rutas regionales con híbridos y demostraciones de largo aliento.
A cambio, la huella acústica baja drásticamente —un vector clave en aeródromos cercanos a núcleos urbanos— y las emisiones se desplazan del tubo de escape a plantas de producción de biocombustible y a paneles que generan durante el día. Es un cambio de centro de gravedad: de gestionar combustión a gestionar electrones. La regulación ya se está moviendo: estándares para alto voltaje, ensayos de impacto térmico en baterías, procedimientos de emergencia con sus particularidades y requisitos de certificación para propulsión distribuida o sistemas híbridos.
En términos de aceptación social, una aeronave que no ruge y no humea gana puntos automáticos. Queda la pedagogía: explicar que un extensor de rango no traiciona la idea eléctrica, sino que la hace viable con seguridad. Y queda también la logística de suministro de biocombustible: escalar producción de microalgas con calidad constante y costes competitivos. Es un reto industrial, no de laboratorio.
Francia, ecosistema y ambición de largo recorrido
El ecosistema francés ha sido históricamente fuerte en materiales compuestos, aerodinámica y aviónica. La tracción eléctrica le añade un capítulo natural. Pequeños laboratorios prueban ideas —como ERAole— y empresas con mentalidad de serie —como VoltAero— trabajan para industrializarlas. Esa doble hélice es la que acelera la curva de aprendizaje: errores baratos y aciertos que se empaquetan y certifican. La ambición de cruzar grandes distancias con apoyo solar ha dejado de sonar marciana. Requiere ventanas meteorológicas, gestión de energía de primer nivel y resiliencia técnica, sí; pero ya se habla con naturalidad de etapas de cientos de kilómetros, altitudes que rozan los 10.000 metros y tiempos de vuelo de varias horas sin gota de queroseno.
En paralelo, se incorpora una cultura operativa nueva. El piloto deja de ser solo gestor de combustible y entra en un rol mixto: gestor de energía. No hay que romantizarlo; hay que entrenarlo. Con simuladores adaptados, procedimientos para priorizar sistemas y indicadores claros en cabina (estado de batería, potencia solar, flujo del generador), la carga cognitiva se mantiene razonable y los márgenes se vuelven medibles. Si a eso se añade mantenimiento predictivo —análisis de tendencias en celdas, vibraciones del motor, temperaturas—, la disponibilidad de la flota sube y los costes bajan.
Lo que ya es posible y lo que viene en la próxima vuelta
A día de hoy, ya es posible despegar, ascender y sostener un vuelo largo con energía solar apoyada por un generador limpio y por el planeo de un ala ultrafinamente diseñada. Ya es posible superar altitudes que hace poco parecían fuera de alcance, y ya es posible pensar en misiones útiles con carga ligera donde el ruido y la huella importan más que la velocidad. En paralelo, ya avanza una pista industrial que recoge esas lecciones para llevarlas a entrenadores, ultraligeros y rutas regionales con híbridos eléctricos.
Lo que viene no es un “todo o nada”, sino capas: paneles un poco más eficientes, baterías con mejor densidad y longevidad, electrónica con pérdidas más bajas, hélices optimizadas para rangos de velocidad reales, procedimientos operativos que exprimen el sol sin comprometer márgenes. Habrá récords nuevos —por altura, por autonomía, por eficiencia— y, sobre todo, habrá productos que ya se pueden comprar o alquilar para escuela, trabajos aéreos o demostraciones públicas. En ese escenario, el papel de ERAole y de su piloto-inventor es más que simbólico: ha puesto números a una intuición potente y ha demostrado que, si se dosifica cada vatio, el cielo eléctrico deja de ser promesa y empieza a ser rutina.
En síntesis operativa —porque esto va de operar, no de proclamar—: sol para reducir consumo, baterías para los picos y la reserva inmediata, bioenergía de microalgas para sostener la misión cuando la irradiancia baja, planeo para convertir metros en kilómetros y aerodinámica extrema para que todo lo anterior tenga sentido. Con ese guion, Francia ha logrado un prototipo que vuela, enseña y proyecta. Y Europa se encuentra, quizá sin hacer ruido, ante una ventana tecnológica que puede convertir a los electrones en protagonistas de misiones aéreas que hoy mismo ya tienen sitio en los aeródromos y en los cielos.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo se ha elaborado con información contrastada y reciente procedente de publicaciones especializadas y fuentes oficiales del sector aeronáutico y energético. Fuentes consultadas: Aerotendencias, VoltAero, SolarStratos, TYVA Energie, New Atlas, GGBa.

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