Síguenos

Cultura y sociedad

El diccionario de la corrupción: así hablaban Koldo y Ábalos

Publicado

el

así hablaban Koldos y Ábalos

Claves y chats: el código de chistorras, lechugas, soles y folios que retrata pagos en efectivo ligados a Koldo y Ábalos, con fechas y datos.

Chistorras, lechugas, soles y folios. Ese era el léxico pactado que, según las pesquisas, empleaban Koldo García y José Luis Ábalos para referirse al dinero en efectivo que circulaba por fuera de los cauces bancarios. La equivalencia era precisa: chistorras como billetes de 500 euros; soles, de 200; lechugas, de 100. Y, en la órbita del exministro, folios o cajas de folios como fórmula para pedir fajos de efectivo. No eran bromas privadas, ni metáforas casuales. Eran palabras en clave que, repetidas en chats y mensajes, fijan un código estable para mover y reponer dinero sin dejar rastro bancario. El rastro documental es claro: conversaciones intervenidas, un informe patrimonial elevado al Supremo y gastos atribuidos a Ábalos sin justificación bancaria por 95.437 euros.

La fotografía que emerge es sencilla de entender, aunque difícil de aceptar en las instituciones: Koldo y su entonces esposa, Patricia Úriz, actuaban como custodios y gestores del metálico; era una “reserva” a la que recurría el exministro cuando necesitaba folios. La contabilidad A y B que aparece en sus conversaciones explicaría por qué determinados desembolsos del entorno de Ábalos quedaban fuera del circuito formal y reclamaban reposiciones posteriores en efectivo. Ese diccionario clandestino da contexto a otras piezas del caso, como entregas de 10.000 euros en metálico del comisionista Víctor de Aldama a Koldo, y conversaciones muy concretas —29 de marzo de 2019, 8 de marzo de 2019, 9 de marzo de 2020, 9 de noviembre de 2020— que fijan tanto el significado de cada clave como la logística del efectivo (reunir billetes de alto valor y cambiarlos por otros más pequeños “a través de un tercero” con residencia en Navarra). Todo eso, junto, compone la respuesta clara a la pregunta de fondo: así hablaban y así operaban.

Qué significaba cada palabra y cómo se usaba

La tabla de equivalencias no admite demasiada interpretación. “Chistorra” se usaba para billetes de 500 euros, “soles” para los de 200 y “lechugas” para los de 100. En el registro de Ábalos entraba una clave distinta, “folios”, a veces “caja de folios”, con el mismo fin: pedir efectivo. Esta arquitectura, repetida en mensajes cruzados y no en una única ocasión, dota de sentido a intercambios que, leídos literalmente, pasarían por ocurrencias coloquiales o por necesidades de oficina. Precisamente, ahí está la utilidad del código: normaliza conversaciones sobre dinero en metálico —dinero que se quiere invisible— tras palabras que no levantan sospechas fuera del círculo que las comprende.

La elección de los términos no es aleatoria. “Chistorra” funciona porque sugiere algo grande y vistoso —como lo es, en el sistema euro, el billete morado de 500—; “lechuga” evoca verde, cantidad, fajo; “sol” remite al amarillo de los billetes de 200. “Folios”, por su parte, resulta verosímil en un entorno ministerial y permite pedir dinero sin pronunciar “dinero”. Esa verosimilitud hacía más cómodo el trato: “Mañana tienes una caja”, “A ver si mañana te acuerdas y me traes folios a casa”. En paralelo, cuando Koldo intercambiaba mensajes con su esposa, la pareja ajustaba el inventario del metálico con la jerga de chistorras y lechugas y, si hacía falta, movilizaban a un tercero para cambiar billetes de 500 por otros de menor valor.

El patrón es consistente en lenguaje y en función. El código no es un accesorio: es instrumental para gestionar una caja B, mover efectivo, cubrir gastos puntuales y dejar lo menos posible a la vista en cuentas corrientes. Por eso reaparecen las mismas palabras en fechas distintas y contextos complementarios. Si los mensajes se leyeran aisladamente, un “tráeme folios” podría ser un encargo inocente. Pero el conjunto de conversaciones y cruces temporales lo despeja todo.

Mensajes y fechas que fijan el diccionario

En el 29 de marzo de 2019, un cruce de mensajes entre Koldo y Patricia permite inferir con precisión que “chistorra” equivale a 500 euros. A partir de ahí, el hilo conduce a dos conclusiones: primero, el valor asignado a cada término; segundo, que el matrimonio centralizaba chistorras de su entorno y las cambiaba por billetes más pequeños con un tercero “de confianza” en Navarra. Esa práctica, repetida, apunta a una logística organizada: no se trata solo de guardar dinero, sino de hacerlo circular con billetes menos comprometedores.

En marzo de 2019 vuelve a aparecer el código. “Mira cuántos folios había”, escribe Koldo. La esposa pregunta si se refiere a “chistorras”, y Koldo añade: “Y lechugas”. Ese encadenado cierra el círculo: “folios” —la palabra de Ábalos— se asocia a los mismos términos en clave que el matrimonio. Queda fijado que “folios” = dinero y que, dentro del inventario, puede desglosarse en “chistorras” y “lechugas” según el valor facial.

Más adelante, en noviembre de 2020, Ábalos recuerda a Koldo que necesita folios. La respuesta es categórica: “Mañana tienes una caja”. No hay referencias a imprentas ni a proveedores de papelería. A esas alturas, tras otras conversaciones de marzo de 2020 en las que el exministro lamenta no llevar dinero encima y pide folios a casa al día siguiente, el significado práctico está consolidado. No hay ambigüedad funcional: “folios” son fajos de billetes que entrega Koldo.

En paralelo, la jerga de “chistorras” permitió vincular entregas en efectivo de 10.000 euros del comisionista Víctor de Aldama. La concordancia entre el término y la cuantía repetida por Aldama cuadra con el diccionario convenido. De nuevo, el valor del código no es literario: es operativo. Permite seguir la pista de entregas, reposiciones y usos en gastos atribuibles a Ábalos fuera de circuito bancario.

La contabilidad A y B y el papel de custodios

Las conversaciones entre Koldo y Patricia hablan de dos contabilidades: una formal y otra paralela, la A y la B, que conviven para cubrir gastos del exministro y su entorno. La B —la de metálicono pasa por la banca; se alimenta, según los investigadores, de ingresos en efectivo sin origen acreditado que acabaron sufragando gastos atribuibles a Ábalos. De ahí que el matrimonio figure como “custodio y gestor”: guardan, mueven y cambian. La A —la formal— espera reposiciones: si se adelanta un gasto, la caja B lo repone con folios.

Ese mecanismo explica por qué el informe patrimonial detecta 95.437 euros de gastos sin justificación bancaria asociables al exministro. La disponibilidad de metálico resuelve urgencias: comidas, sobresueldos de operativa cotidiana, pagos de difícil encaje con tarjeta o transferencia. No se deja huella. La discreción es la regla, y el lenguaje pactado la herramienta. En ese esquema, Koldo no es un mero mensajero, sino el gestor de la reserva: recibe, almacena, coordina cambios de billetes cuando la morfología del dinero —por ejemplo, el comprometedor billete de 500— aconseja bajar a denominaciones menores.

Hay un matiz importante: la B no reemplaza a la A, sino que la sostiene allí donde lo formal incomoda. Por eso aparecen referencias a liquidaciones posteriores o a devoluciones previstas por parte de Ábalos. En otras palabras: se paga en B y, cuando encaja, se ajusta en la A; si no encaja, queda en el lado oscuro de la contabilidad. El diccionario vuelve aquí a ser clave: sirve para cuadrar quién pide, quién recoge, cuándo y cuánto.

Rastros del efectivo: entregas, cambios y logística discreta

El dinero en metálico deja menos huella que una transferencia, pero no es invisible si aparecen mensajes y rutinas. En este caso, la pieza logística más llamativa es la centralización de chistorras y el cambio por billetes de menor valora través de un tercero en Navarra”. ¿Por qué cambiar billetes de 500? Porque son difíciles de usar en pagos diarios, llaman la atención en ingresos bancarios y delatan con facilidad un patrón de blanqueo. Con billetes de 100, la operativa es más discreta. La reserva se fragmenta y fluye con menos fricción.

La otra pata de la logística es el calendario de entregas. Los mensajes de marzo de 2019, marzo de 2020 y noviembre de 2020 muestran peticiones y recordatorios: “Mañana tienes una caja”, “A ver si mañana te acuerdas y me traes folios”. Esta secuencia revela dos planos: el operativo —el día a día— y el estructural —la existencia de una reserva que pervive en el tiempo—. No hay improvisación. Cuando un responsable público reclama folios a su exasesor en distintos años, el uso de la clave no es un accidente, sino una costumbre.

En ese entramado, la pieza Aldama encaja como el proveedor puntual de grandes entregas. No opera en el menudeo —pagar una comida—, sino en abastecer la reserva con cantidades redondas10.000 euros— que luego se dosifican. El lenguaje común entre Koldo, su esposa y el comisionista aporta coherencia: quien entrega sabe cómo nombran lo que entrega. Un ecosistema sin jerga común no dura; este sí la tenía.

La gestión de riesgos también habla. Cambiar billetes en Navarra con un tercero de confianza sugiere un circuito alejado de los lugares donde trabajan o se mueven los principales actores. Alejar los puntos de intercambio es una precaución lógica: reduce la posibilidad de cruces con controles rutinarios o miradas conocidas. La combinación de movilidad, terceros y código abriga el metálico con tres capas: origen difuso, significado opaco para extraños y conveniencia operativa.

Impacto procesal y político de un código que delata

Cuando un lenguaje convenido aparece reiterado y funcional, su impacto en sede judicial es elevado. No solo describe un modo de hablar; explica un modo de operar. Es indicio de ocultación y pieza para reconstruir itinerarios de dinero. En un caso como este, el diccionario no vive aislado: se confronta con gastos sin soporte bancario, con ingresos en efectivo no acreditados y con entregas que encajan en fechas, personas y cuantías. Esa convergencia refuerza el relato investigador y estrecha el margen para alegar malentendidos.

En el plano político, el daño es doble. Primero, práctico: la imagen de un exministro pidiendo folios que no son papel; de un exasesor que administra una caja en efectivo; de una exesposa que apunta, cuenta y cambia. Segundo, simbólico: “chistorra” y “folios” han saltado al imaginario público como sinónimo de dinero negro. En cuanto una clave se instala en el lenguaje común, es que el caso ha traspasado los sumarios hacia la conversación pública. De ahí la fuerza de búsquedas masivas en torno a “cómo hablaban Koldos y Ábalos”, un sintagma ya popularizado que resume, en una línea, el contenido del caso y quiénes son sus protagonistas.

La resistencia a las explicaciones formales es evidente. Si todo fuera regular, no haría falta sustituirdinero” por “chistorra” o por “folios”. El esfuerzo por nombrar sin nombrar indica conciencia de riesgo. Y si las mismas voces —Koldo, Patricia, Ábalos— reinciden en ese esfuerzo a lo largo de meses y años, el riesgo deja de ser una ocasión para convertirse en sistema. Esa es, precisamente, la lectura nuclear que permiten los mensajes.

Qué queda fijado para el proceso

Desde el punto de vista probatorio, hay tres fijaciones relevantes. Primera, el diccionario: qué es cada palabra y quiénes la usan. Segunda, la logística del metálico: quién custodia, quién cambia, con quién y dónde. Tercera, los cruces con gastos y entregas: fechas y cuantías que cuadran. Con esos tres ejes, un tribunal no solo escucha el código; mira qué sucedía cuando ese código se activaba. Y ahí aparecen comidas, pagos puntuales, cajas y reposiciones.

El contexto financiero añade otra capa. El billete de 500 es rarísimo en el comercio y, aunque sigue siendo de curso legal, su uso es excepcional. Cambiarlo por 100 tiene lógica para gastar sin ruido. Por tanto, la caracterización de “chistorra” como 500 euros no es capricho; responde a necesidades de uso y discreción. La conexión con Navarra para hacer el cambio no describe una aventura aislada, sino una solución estable: quien tiene metálico de alto valor busca desmenuzarlo.

Lo que explica el léxico sobre la estructura de poder

Un diccionario propio no surge por arte de magia. Exige un acuerdo y permanencia. En términos organizativos, su existencia revela que en el núcleo de decisión —quien pide, quien trae, quien guarda— hay confianza y reparto de roles. Koldo aparece como gestor operativo de la B; Patricia, como copiloto en la contabilidad doméstica del efectivo; Ábalos, como beneficiario de entregas cuando hacían falta. Víctor de Aldama asoma como alimentador de la reserva. Esta partitura permite que, con pocas palabras, todo el mundo se entienda.

Desde ese prisma, el lenguaje no solo oculta: ordena. Entras con “folios” cuando hay que mover dinero hacia el consumidor final; tiras de “chistorras” cuando te refieres al stock de alto valor; bajas a “lechugas” para el día a día. El código, por tanto, es un manual operativo. Y como manual, deja rastro: quién lo escribe, quién lo aprende, quién lo usa y —lo esencial— para qué.

Ese para qué se deduce sin necesidad de grandes teorías: evitar rastro bancario, cubrir gastos sensibles, sostener una circulación paralela de metálico que no colisione con la contabilidad oficial. Cada mensaje con “folios” y cada balance con “chistorras” estrecha la distancia entre el lenguaje y la finalidad. Y en la lógica de un sumario, finalidad y método son las dos caras que convierten un vocabulario raro en pieza central.

El eco público de una jerga que ya no es privada

Hay palabras que saltan del chat al titular. Ocurre cuando condensan un caso entero. “Chistorra” y “folios” ya están en ese club. Quien las escuche en este contexto no piensa en una barbacoa o en una papelería; piensa en dinero negro. Ese desplazamiento semántico no es una anécdota cultural: tiene efecto político. Sella en la opinión pública una idea de opacidad y trámite en B que no necesita tecnicismos para ser comprendida.

En paralelo, la búsqueda masiva de expresiones como “cómo hablaban Koldos y Ábalos” confirma que el interés social se ha desplazado a descifrar códigos, no solo a medir cantidades. Curiosa paradoja: son las palabras las que explican el dinero. Y, en ocasiones, valen tanto como un asiento contable.

Qué se sabe hoy y qué engarza con el resto de piezas

Hoy, la pieza lingüística —el diccionario— está bien anclada en mensajes y cruces de fechas. Hay equivalencias claras, actores definidos y casuística que muestra entregas, cambios y reposiciones. Queda unido a otras pruebas: los 95.437 euros sin justificación bancaria en la actividad atribuible a Ábalos; los ingresos en metálico no acreditados que entran en cuentas de Koldo y Patricia; la función de Aldama en suministros puntuales; el rol de Navarra para hacer el cambio.

La fotografía es coherente: reservas en efectivo, código compartido, contabilidad paralela y cobertura de gastos con dinero fuera de banco. Nada de esto necesita adornos, ni teorías sobre el lenguaje: lo dicen los mensajes. Y no es irrelevante que se repitan en el tiempo: 2019, 2020persistencia es estructura.

Indicadores que apuntan al mismo lugar

Cuando se cruzan los elementosquién, qué, cuándo, cómo—, todos los caminos convergen. Quién: Koldo, Patricia, Ábalos y Aldama. Qué: efectivo nombrado como chistorra, lechuga, sol, folio. Cuándo: fechas concretas que hilvanan pedidos y entregas. Cómo: custodia, cambio de billetes, reposición de gastos de la A con B. Para qué: ocultar la existencia de efectivo y evitar rastro bancario. Ese es el mapa. Y con ese mapa, la respuesta a cómo hablaban —o, en la forma popularizada de la búsqueda, “cómo hablaban Koldos y Ábalos”coincide con cómo gestionaban el dinero.

Un vocabulario que revela el sistema

La lección central de esta historia no está en la exuberancia de la jerga, sino en su eficacia. Sirvió para nombrar el efectivo sin llamarlo dinero, para pedir y entregar con palabras plausibles, para movilizar reservas y repasar cuentas a dos velocidades. Sirvió —también— para que hoy, reconstruido el patrón, el propio léxico funcione como prueba circunstancial robusta. Donde hay chistorra, hay 500; donde hay folios, hay fajos. Y cuando ambos aparecen en la misma conversación, la operativa queda descrita.

La estructura que dibuja ese lenguaje tiene personas, tiempos y lugares. Personas que custodian y piden; tiempos que encajan con necesidades concretas; lugares que acomodan cambios de denominaciones. Es una maquinaria. Y su diccionario no es un decorado; es el manual de uso.

Un diccionario ya incrustado en el caso

El caso ha producido su propio glosario. Chistorra y folios ya son palabras del procedimiento, etiquetas que condensan la lógica de la caja B y la práctica del efectivo. Han pasado del teléfono a la carpeta del juzgado y, de ahí, a la conversación pública. Con ellas, se entiende de un vistazo cómo hablaban y, por extensión, cómo se movía el dinero. Y con eso basta para explicar por qué los investigadores hablan de interés en ocultar el metálico: no lo dicen terceros, lo dicen las propias palabras de quienes las usaban.

El diccionario ya no se puede desaprender. Está fijado en mensajes, fechas y cruces con gastos. Habla de custodios, de cambios en Navarra, de entregas de 10.000 euros, de folios que no se archivan en estanterías, sino en carteras. Define un sistema. Y, por eso mismo, delata.


🔎​ Contenido Verificado ✔️

Este artículo se ha elaborado con información contrastada y actual, procedente de publicaciones españolas con acceso a los documentos y detalles del caso. Fuentes consultadas: RTVE, eldiario.es, ABC, 20minutos.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

Lo más leído