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Cultura y sociedad

¿Qué puede pasar si Hamás no acepta el plan de paz de Trump?

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niño de Hamás con mitra

Foto de Thephotostrand, vía Wikimedia Commons, bajo CC BY 2.0.

Si Hamás rechaza el plan de Trump, se frena el canje de rehenes, se enfría la vía diplomática y crece la presión militar en Gaza y la región.

La negativa cerraría la única rendija que hoy mantiene a raya una escalada mayor. El alto el fuego quedaría en el aire, el intercambio de rehenes y presos volvería al punto muerto y las operaciones israelíes tendrían una cobertura política más amplia para intensificarse. El calendario diplomático se quedaría sin fechas creíbles y el canal de mediación —con Qatar y Egipto como actores imprescindibles— perdería tracción. En términos prácticos, la respuesta inmediata sería más presión militar, aislamiento diplomático del grupo y un empeoramiento del acceso humanitario en Gaza. Así de claro.

A partir de ahí, habría una cadena de efectos previsible: Israel interpretaría el “no” como la prueba de que se agotó la vía negociadora; Washington reforzaría el discurso de “última oportunidad” y, con ello, la justificación de medidas punitivas; las capitales árabes que han empujado discretamente la negociación tratarían de salvar los muebles, pero con menor margen; y la población civil pagaría el precio. Dicho en una frase: si Hamás no acepta la propuesta de Estados Unidos, todo lo que hoy depende de ese papel —ceses, canjes, corredores— se detiene o retrocede, y el conflicto entra en una fase más dura.

Hamás debe decidirse antes del domingo

El plan de paz impulsado desde Washington, respaldado por Jerusalén con matices, se articula en torno a tres piezas que se sostienen mutuamente: cese de hostilidades verificable, intercambio integral de rehenes y presos y un mecanismo de gobernanza provisional en Gaza que permita pasar de la lógica de guerra a la gestión civil básica. No es un documento pacífico, ni mucho menos un consenso; es un texto de mínimos para detener la sangría y ordenar el día después. Cuando se pregunta qué pasa si Hamás no acepta el plan de Trump, la respuesta es, de entrada, que esas tres piezas dejan de encajar. El alto el fuego pierde el anclaje; el canje no tiene cómo arrancar; la administración transitoria queda sin paraguas político ni recursos.

El carácter encadenado de esas medidas es clave. Si una parte se cae —el “sí” del aparato político y militar de Hamás—, las otras dos se vuelven impracticables. No hay fuerza internacional dispuesta a asumir la coordinación de ayuda, seguridad básica y reconstrucción sin un marco de garantías aceptado por las partes. Tampoco hay forma realista de verificar compromisos sobre armamento o movimiento de tropas sin mecanismos compartidos. Y, sobre todo, no hay incentivos para que Israel reduzca su huella militar mientras los rehenes no vuelvan a casa y la amenaza sobre su territorio siga siendo percibida como inmediata. En la práctica, todo camino alternativo sería más largo, más incierto y más costoso en vidas.

La reacción israelí y el margen del Gobierno de Netanyahu

Una negativa abriría la puerta a operaciones más profundas y sostenidas del Ejército israelí, con especial foco en las áreas donde los servicios de inteligencia sitúan mandos, arsenales o túneles. La narrativa oficial sería sencilla: si no hay acuerdo, se intensifica la presión hasta forzar uno en condiciones más favorables. Esto podría significar más incursiones selectivas, ampliación de zonas de exclusión, ataques de precisión sobre cuadros de mando y, si el mapa táctico lo permite, nuevas fases sobre enclaves donde aún haya capacidad de mando y control. Israel reivindicaría haber avalado una propuesta norteamericana que incluía la liberación de rehenes; al decaer esa vía, rearmaría su legitimidad para operar en Gaza durante más tiempo.

Hay además una derivada de política interna. El primer ministro, con su coalición sometida a tirones contradictorios, ganaría aire si puede exhibir que aceptó una ruta propuesta por su principal aliado y que el bloqueo viene del otro lado. Para sus socios más duros, la negativa de Hamás sería la confirmación de que solo la presión militar produce resultados; para los ministros más pragmáticos, amarraría el relato de que Israel “hizo su parte”. En ambos casos, el efecto sobre el gabinete sería la cohesión temporal en torno a una nueva fase de operaciones. Dicho de otra forma: el “no” de Hamás fortalece a corto plazo el consenso interno para continuar la guerra, incluso si la opinión pública israelí desea simultáneamente el retorno de los rehenes y una salida más estable.

Otro punto sensible está en la frontera con Egipto. Sin un marco que ordene la gestión del paso de Rafah y la entrada segura de ayuda, cualquier Operación sobre esa zona tensiona una relación vital para la seguridad regional. Con plan, los movimientos se coordinan con El Cairo; sin plan, cada paso es fricción. Eso no significa ruptura, pero sí un contexto más complejo para sostener flujos humanitarios o discusiones sobre el retorno progresivo de desplazados internos a áreas seguras.

La palanca de Washington y la diplomacia que quedaría en suspenso

La Administración estadounidense ha construido su propuesta como última palanca antes de volver a respaldar una presión más fuerte en el terreno. Su papel es doble. Por un lado, ofrece incentivos: paquetes de ayuda humanitaria y de reconstrucción ligados a un calendario verificable, apoyo a una administración interina con garantías, financiación occidental y de países del Golfo, y visado diplomático para países árabes clave. Por otro, amenaza con costes si el texto se rechaza: sanciones selectivas a redes financieras, restricciones de viaje a dirigentes y, sobre todo, una narrativa pública que responsabiliza a Hamás del fracaso de la “última oportunidad”.

Si el “no” llega, Washington endurecerá el discurso y reducirá la inversión política en las mesas de mediación, dejando la iniciativa —otra vez— al campo de batalla. Esta retirada parcial de energía diplomática tiene consecuencias: Qatar y Egipto pierden margen para arrancar concesiones a Israel si Washington ya no está empujando un texto vivo; Turquía —actor ambivalente, influyente— se quedaría sin una hoja de ruta donde proyectar sus mensajes; y la Unión Europea, que venía empujando coordinadamente con Estados miembros, volvería a un papel más declarativo que operativo. El tablero se desinfla y todo queda a la espera… del ruido de los hechos.

En paralelo, se abriría una discusión en Washington sobre cómo sostener la presión sin cruzar ciertas líneas. El apoyo militar y político a Israel continuaría, pero con debates internos sobre el tipo de capacidades transferidas, la condicionalidad de las mismas y la necesidad de evitar imágenes que alimenten una pérdida de apoyo en el Congreso y en el ecosistema internacional. Ese equilibrio es frágil: cuanto más se alargue el conflicto sin avances humanitarios, más costoso resulta mantener cohesión occidental.

Riesgo de extensión regional y nervios en el mar Rojo

El conflicto no existe en una campana de cristal. Un rechazo de Hamás eleva el riesgo en la fachada norte, con un Hezbollah que calibrará su nivel de implicación según la temperatura del frente de Gaza y las señales de Teherán. Más fuego cruzado en la frontera con Líbano implica miles de evacuados adicionales, interrupciones productivas en el norte de Israel y una presión constante sobre las defensas antiaéreas. A mayor volumen de violencia, más opciones de que un incidente descontrolado —un misil que cruza una línea roja, una baja masiva— precipite una escalada que nadie dice querer pero que todos contemplan.

El otro foco es el mar Rojo. Con el conflicto enquistado y sin horizonte de desescalada, los ataques a la navegación desde la costa yemení —aunque intermitentes y con altibajos— ganan valor como palanca de presión. Las rutas comerciales buscan alternativas, los seguros se encarecen y las cadenas logísticas europeas sienten el golpe con mayores tiempos de tránsito y costes adicionales. En ese contexto, un “no” que clausura el plan de paz de Trump disipa expectativas de mejora inmediata y, por tanto, prolonga la penumbra en el comercio marítimo. Sucede una cosa parecida en el Mediterráneo oriental: la incertidumbre prolongada enfriaría inversiones energéticas y acuerdos de exportación de gas.

Irán, sin entrar en el detalle de sus decisiones internas, aprovecha cada vacío diplomático para reforzar su red de alianzas. Si cae la negociación patrocinada por Estados Unidos, la narrativa del eje proiraní es fácil: “No había voluntad real de frenar la guerra, toca resistir”. Eso se traduce en más riesgo de ataques de milicias en Irak y Siria sobre posiciones vinculadas a Estados Unidos o Israel, y en tensión de baja intensidad que las cancillerías conocen de memoria.

La dimensión humanitaria y económica: cuando la guerra no se detiene

La variable que cambia más rápido cuando no hay acuerdo es la humanitaria. Sin alto el fuego verificable y sin un mecanismo de administración provisional que ordene el territorio, la ayuda llega peor, los hospitales trabajan al límite, los equipos de agua y saneamiento no tienen garantías para operar y la reconstrucción ni siquiera se puede planificar. El escenario ya es duro con negociación; sin ella, se cronifica. La población civil sufre un doble bloqueo: el de la violencia y el de la falta de horizonte.

La economía, que a veces parece un asunto lejano en una guerra, se fractura a cada semana. El mercado laboral local desaparece, la moneda de referencia funciona de facto en efectivo y la dependencia de ayuda internacional se vuelve absoluta. En Israel, la prolongación del conflicto carga el presupuesto de defensa, prolonga movilizaciones y mantiene fuera del circuito productivo a decenas de miles de reservistas, con impacto en sectores como la tecnología, la construcción o la agricultura. En los países vecinos, el ruido de sables ahuyenta inversiones y turistas; las balanzas de pagos sufren cuando suben los seguros marítimos o los desvíos de rutas encarecen importaciones esenciales.

La salida de la población desplazada es otro nudo. Cualquier plan viable contempla movimientos internos ordenados hacia zonas seguras y, después, un retorno escalonado con verificaciones. Sin plan, ese retorno no tiene cómo ni cuándo. Los intentos de instalar servicios básicos se vuelven esfuerzos heroicos con fecha de caducidad. La escuela, la salud mental, la protección de menores… todo queda subordinado a la inmediatez de sobrevivir al día siguiente.

Europa, la legalidad internacional y un tablero jurídico más áspero

La caída de la vía negociada elevaría la temperatura en el frente jurídico y diplomático. Las instituciones internacionales continuarían su curso —procedimientos en tribunales, resoluciones en foros multilaterales— y las capitales europeas seguirían presionando para el acceso humanitario y para una salida política, con diferencias entre países sobre el tono y el alcance de la presión. España, Francia, Alemania o Italia pesan más cuando existe un texto vivo que alinear con terceros; sin texto, el margen se parece demasiado a la retórica.

El debate jurídico no es solo simbólico. Las investigaciones sobre posibles crímenes de guerra no se desactivan porque fracase una negociación. Es más, la prolongación del conflicto, con nuevas operaciones y más víctimas, añade capas a esos expedientes. Ese entorno legal complica los viajes, endurece los debates en parlamentos y moja a empresas implicadas en cadenas de suministro sensibles. Y, a la inversa, no ofrece salidas inmediatas para la población atrapada; la justicia internacional viaja en otro tiempo.

La relación entre Estados Unidos y Europa también siente el desgaste. Aunque la convergencia en objetivos básicos se mantiene —fin de la violencia, retorno de rehenes, asistencia humanitaria masiva—, la ausencia de avances alimenta diferencias tácticas: unos empujan la condicionalidad del apoyo militar, otros prefieren concentrar capital político en la reconstrucción futura. Con plan, esas diferencias se negocian sobre un párrafo; sin plan, se vuelven discursos que compiten en ruedas de prensa y cumbres.

Qué ocurriría con los rehenes y el intercambio de presos

El intercambio es, probablemente, la pieza más frágil del edificio. Con una hoja de ruta, incluso un canje parcial es imaginable: fases, listas, verificaciones, garantías cruzadas. Sin hoja de ruta, la lógica de todo por todo se impone y el incentivo para que Hamás entregue rehenes se reduce. Israel, por su parte, difícilmente movería presos relevantes en ausencia de una tregua verificable y de garantías sobre el fin de hostilidades o, al menos, su reducción. Las familias quedan atrapadas en una montaña rusa emocional que se alarga, la cobertura informativa se vuelve más áspera y el tema domina cualquier conversación política interna.

El tiempo opera en contra. Cuanto más se prolonga el cautiverio, más se enconan las posiciones y más difícil resulta construir los mecanismos de confianza necesarios para un canje seguro. La mediación —discreta pero intensa— pierde capacidad de maniobra si el marco se deshace; los emisarios recorren kilómetros, pero no hay líneas de llegada. En la práctica, el “no” de Hamás empuja el intercambio al terreno de lo improbable a corto plazo.

Gobernanza de la posguerra

Sin administración provisional no hay reconstrucción

El plan patrocinado por Washington ofrece, con todas sus limitaciones, una arquitectura de gobernanza para salir de la lógica bélica. Hablamos de una administración provisional que asuma la gestión de servicios, coordine la ayuda y siente las bases para una autoridad con legitimidad. Esto no es una fórmula mágica: requiere financiación, personal cualificado, acceso seguro y legitimidad a ojos de la población. Sin acuerdo, esa arquitectura no arranca. Y sin ese primer andamiaje, la reconstrucción no existe; como mucho, hay parches.

Aquí aparece la pregunta de fondo: ¿quién manda el día después? Si la respuesta queda en blanco, el territorio se fragmenta entre actores armados, autoridades de facto y organizaciones humanitarias que hacen lo posible sin poder garantizar continuidad. Es el escenario perfecto para economías informales, mafias de combustible y alimentos, arbitrariedad en el reparto y ciclos de violencia de baja intensidad. Por eso, incluso quienes critican aspectos del plan, reconocen en privado que algo que ordene la transición es indispensable. La negativa de Hamás dinamita ese puente.

Comunicación, opinión pública y desgaste internacional

Cuando cae una opción de paz, la conversación pública se radicaliza. Los mensajes se vuelven blancos o negros; los matices, sospechosos. Las imágenes de la guerra, sin un horizonte de cambio, agotarán la paciencia de audiencias internacionales —y de donantes— que necesitan resultados tangibles para mantener su compromiso. El espacio para periodistas, ONG y agencias internacionales se estrecha cuando aumenta la intensidad militar, y eso redunda en menos visibilidad de lo que de verdad ocurre sobre el terreno.

El “momento de ventana” —ese instante en el que muchos actores quieren ayudar porque creen que se mueve la aguja— se desvanece con un “no”. Volver a crear ese clima lleva tiempo, exige señales y pactos intermedios. En la ausencia de todo eso, se impone el ruido: acusaciones cruzadas, vídeos con versiones incompatibles de un mismo hecho, guerras de narrativas. Cuanto más ruido, menos diplomacia. Y, sin diplomacia, manda la pólvora.

Lo más probable y lo que conviene mirar de cerca

Un rechazo de Hamás al plan de paz de Trump no cierra la historia, pero sí la parte del guion en la que el conflicto podía entrar en una vía de enfriamiento rápido. Lo más probable, a corto plazo, es un aumento de operaciones en Gaza, una pausa o congelación del intercambio de rehenes y presos, un retroceso del empuje diplomático de Washington y de los mediadores árabes, y un deterioro del acceso humanitario con impacto directo en la población civil. El tablero regional seguiría caliente, con Líbano y el mar Rojo como barómetros de la temperatura general. Europa mantendría sus mensajes y su financiación, pero con menos influencia efectiva.

Conviene observar tres indicadores. Primero, el patrón de ataques y respuestas en la frontera norte de Israel: si sube la cadencia o aumenta el alcance, la escalada adquiere otra dimensión. Segundo, la evolución del acceso humanitario medido en convoyes, combustible, capacidad hospitalaria y agua; si esas cifras caen, el coste humano sube de forma exponencial y la presión internacional se multiplica. Tercero, las señales del Congreso y del Ejecutivo estadounidenses respecto a la condicionalidad de su apoyo; ahí se decide, en buena medida, el ritmo al que se mueve —o no— la guerra.

Nada de esto niega la posibilidad de pactos parciales más adelante: intercambios acotados, altos el fuego locales, gestos unilaterales calculados. Pero, sin el anclaje de un plan con verificación y garantías, cada avance será frágil y reversible. Es la diferencia entre caminar por una pasarela con barandillas o por una cornisa sin protección. Dicho con crudeza, qué pasa si Hamás no acepta el plan de Trump es que se impone la cornisa: más riesgo, más incertidumbre, menos herramientas para quienes intentan frenar la violencia.

El mapa no es inamovible. Si la negativa llega, la presión internacional buscará de nuevo caminos: quizá otro texto, quizá un reempaquetado del mismo con ajustes para salvar el orgullo de las partes, quizá una secuencia más gradual que permita a cada uno vender una victoria parcial. Pero ese proceso requiere tiempo y hechos, y el reloj —cuando la guerra marca el ritmo— siempre corre en contra de los civiles. La apuesta racional, si lo que se quiere es evitar el peor de los escenarios, seguiría siendo fijar un marco verificable, aunque no guste del todo a nadie, y construir desde ahí.

En definitiva: si Hamás dice no, la guerra se alarga, la diplomacia se achica y la tragedia humanitaria se expande. La región, atenta, ajustará posiciones; los mercados, con cautela, descontarán más riesgo; las cancillerías, otra vez, redactarán comunicados que suenan a déjà vu. Lo único que cambia —para peor— es que cada día sin un marco de paz operativo suma costos que mañana serán más difíciles de revertir. Y no hay ingeniería política capaz de compensar eso con palabras.


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Este artículo se ha elaborado con información contrastada procedente de medios españoles de referencia y documentos públicos recientes. Fuentes consultadas: El País, ABC, RTVE, Europa Press.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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