Cultura y sociedad
¿Hasta dónde llegará la guerra de Trump contra los cárteles?

Foto: U.S. Navy / Michael Scichilone, vía Wikimedia Commons (CC BY 2.0).
Trump intensifica bombardeos a cárteles en Caribe y Pacífico; tras ataques, alude a “otros” países y abre un pulso regional diplomático duro.
Donald Trump aseguró en Miami que los bombardeos estadounidenses contra “cárteles terroristas” no se limitan a Venezuela. Lo dijo sin rodeos ni matices, desde el escenario del America Business Forum, y añadió que hay “otros” países involucrados tras más de dos meses de ataques contra lanchas en el Caribe y en el Pacífico oriental. La pieza clave para entender el momento es doble: por un lado, una campaña militar sostenida desde el 1 de septiembre que ha destruido casi una veintena de embarcaciones con al menos 66 muertos; por otro, una narrativa de seguridad total que mezcla narcotráfico, crimen violento y política exterior con la promesa de “salvar vidas” en Estados Unidos. En público, el presidente vincula la ofensiva a redes “ligadas al régimen de Nicolás Maduro” y deja en el aire quiénes son los “otros”. Ese vacío no es casual: forma parte de la presión.
En términos prácticos, la afirmación de que no es “sólo Venezuela” se traduce en esto: las rutas marítimas de la droga que conectan el norte de Suramérica con Centroamérica, el Caribe y México están en el centro de la operación. Drones, aviones y patrulleras detectan lanchas rápidas, recaban señales de inteligencia y, si no hay posibilidad de interceptación, las destruyen en el mar. Trump sostiene que por cada embarcación bombardeada “se salvan 25.000 estadounidenses” al impedir que la supuesta droga llegue a su territorio. No ofreció pruebas, pero dejó claro que seguirá. El mensaje, más allá de la cifra, marca la estrategia: endurecer el lenguaje —llegó a decir que ha “renombrado” el Departamento de Defensa como “Departamento de Guerra”— y mantener la presión con golpes que no crucen, por ahora, fronteras terrestres.
Lo anunciado en Miami y el alcance real
Trump habló en Miami con la seguridad de quien considera que el tablero le favorece. “Estamos estallando cárteles terroristas y estamos reventándolos”, repitió, para acto seguido afirmar que esos grupos están “ligados al régimen de Maduro y otros”. No dio nombres ni mostró mapas, pero se apoyó en el balance operativo de las últimas semanas: una campaña iniciada el 1 de septiembre que acumula decenas de muertos en operaciones marítimas. En el mismo tramo del discurso, el presidente mezcló mensajes de política interior —“Venezuela vació sus prisiones dentro de nuestro país”, “estamos arrestando y removiendo a miles de pandilleros del MS-13 y del Tren de Aragua”— con la idea de que la ofensiva “hace seguro y hermoso” a Estados Unidos. Es una línea discursiva reconocible: vincular inmigración irregular, crimen organizado y terrorismo para justificar una respuesta de guerra.
La escenografía también cuenta. El America Business Forum es un escaparate con audiencia regional y medios internacionales, no un mitin de partido. Desde ese atril, la frase de los “otros países” adquiere dimensión hemisférica: sugiere que las acciones en el mar podrían proyectarse, si el cálculo político lo permitiera, hacia tierra firme. De hecho, en paralelo a los bombardeos contra lanchas, han circulado informaciones —no desmentidas de forma concluyente por la Casa Blanca— sobre planes de ataque de precisión contra objetivos militares dentro de Venezuela, y sobre estudios para golpear cárteles en territorio mexicano con capacidades de inteligencia y drones. La ambigüedad es deliberada: mantiene a varios gobiernos en modo contención y deja a Washington margen para moverse.
La campaña en el mar: rutas, medios y cifras
El frente marítimo explica la mitad de la historia. Desde el 1 de septiembre hasta hoy, los comandos estadounidenses —bajo paraguas del Comando Sur y con apoyo de agencias federales— han atacado casi veinte lanchas en dos teatros: el Caribe, en corredores frente a Venezuela y el arco de las Antillas, y el Pacífico oriental, a lo largo de rutas frente a Colombia, Ecuador y Perú. Los partes que trascienden, escuetos, coinciden en un patrón: vigilancia aérea, seguimiento de inteligencia, interceptación fallida y ataque de precisión sobre la embarcación, a menudo en aguas internacionales. El saldo: al menos 66 fallecidos y algunos supervivientes recogidos por barcos de terceros países.
El tipo de objetivo es conocido en la región: lanchas rápidas o semirrígidas con motores fuera borda, cabinas mínimas y cargamentos ocultos. En ocasiones, semisumergibles artesanales diseñados para mimetizarse con el oleaje. Son plataformas desechables: se fabrican con materiales baratos, se tripulan con personal con escasa formación y se abandonan si hay riesgo de captura. La novedad no está en las lanchas; está en la decisión de atacarlas con fuego letal como opción primaria. Ese salto eleva la disuasión —el mensaje es que será destruido todo lo que se identifique como “narco”—, pero abre interrogantes humanitarios: ¿quiénes iban a bordo?, ¿qué pruebas sostienen cada identificación?, ¿qué protocolos rigen el rescate y la custodia de los restos?
En la comunicación oficial se repite un argumento: cada lancha destruida evita toneladas de cocaína o fentanilo en las calles estadounidenses. El problema, desde el punto de vista empírico, es medir la trazabilidad entre la destrucción de un casco en alta mar y el impacto real en la oferta de drogas. La experiencia en otras “guerras” al crimen muestra que las rutas se adaptan: los cargamentos se diversifican, los enlaces cambian, los reclutamientos se aceleran. A corto plazo, la operación sube el riesgo para las tripulaciones; a medio plazo, mueve rutas y encarece seguros y logística regional. Ese es el punto donde política y economía se dan la mano.
Venezuela, México y los “otros”
La frase “no es solo Venezuela” dejó abierta una lista corta de candidatos. Las rutas atacadas en el Pacífico oriental apuntan a la salida de embarcaciones desde Colombia y Ecuador, así como a corredores frente a Perú. En el Caribe, la proximidad a la fachada venezolana sugiere una mezcla de tránsito internacional y operaciones que parten de costas bajo control de redes criminales. Más allá de los mapas, el ruido informativo de los últimos días colocó a México en primer plano: se ha publicado que el Gobierno de Trump estudia la opción de operaciones encubiertas contra cárteles en territorio mexicano, con drones y equipos de inteligencia. Ciudad de México lo rechazó de plano y recordó que cualquier acción en su territorio exige coordinación y respeto a la soberanía. El desmentido enfrió, de momento, la hipótesis de un cruce de frontera.
En el caso de Venezuela, el debate pasó de la retórica a los borradores. Se ha informado de planes de contingencia para atacar dentro del país instalaciones militares o logísticas vinculadas por Washington a tramas de narcotráfico. Caracas denunció los bombardeos en el mar como “ejecuciones extrajudiciales” y elevó el tono ante la posibilidad de golpes en tierra. En paralelo, mensajes discretos han buscado abrir una vía de diálogo con emisarios estadounidenses: ni el enjambre de drones ni el lenguaje de guerra cierran, por sí solos, la puerta a intercambios que reduzcan riesgos de escalada. Es una partida de muchas capas: militar, diplomática, comunicacional.
La hipótesis de “otros” países no se agota en México y Venezuela. La geografía del narcotráfico en el hemisferio incluye tránsitos por Centroamérica y el Caribe, con zonas de sombra donde la capacidad estatal es limitada. Si Washington mantiene la definición de “cárteles terroristas” como categoría operativa, no sería extraño ver operaciones de apoyo a guardias costeras y marinas de países aliados, entrenamientos y despliegues temporales que aumenten la huella militar estadounidense en puertos y aeródromos estratégicos. Sería, en los hechos, un endurecimiento del patrón de cooperación vigente desde hace años, ahora bajo marco retórico de guerra.
El encaje legal y el pulso político en Washington
Cada misil sobre una lancha arrastra un debate legal. Para tratar a organizaciones criminales como “terroristas” y matar combatientes en el mar, la Casa Blanca recupera lógicas de la “guerra contra el terror”: combatientes ilegales, teatros de operaciones no declarados y autoridad ejecutiva para el uso de la fuerza. El encaje choca con varias preguntas: ¿qué base jurídica se invoca para un uso letal fuera de un conflicto armado internacional? ¿quién valida la identidad de los objetivos? ¿qué control ejerce el Congreso sobre reglas de enfrentamiento y evaluación de víctimas?
En el Capitolio, las objeciones combinan procedimiento y política. Legisladores demócratas y republicanos de corte institucional piden transparencia: listas de objetivos, criterios de designación, informes de daños y límites a ataques en tierra. En ese marco, la frase de Trump sobre “renombrar” el Departamento de Defensa como “Departamento de Guerra” funciona como símbolo: refuerza la puesta en escena, pero no altera por sí sola la arquitectura legal. Para cambiar nombres oficiales y competencias hacen falta leyes, y los equilibrios en comités clave —Armed Services, Exteriores, Inteligencia— no se mueven solo con consignas. El resultado es un tira y afloja: el Ejecutivo estira los márgenes; el Legislativo intenta acotarlos.
Ese pulso no es académico. Afecta a cuestiones concretas: reglas de custodia de supervivientes, cooperación judicial con países donde caen los restos, seguros y responsabilidades de terceros que recogen náufragos, compensaciones si se documentan víctimas civiles. También a la coordinación con aliados: la OTAN y la Unión Europea siguen de cerca cómo define Washington a sus enemigos y qué pide a sus socios. Si Estados Unidos traslada la etiqueta de “terroristas” a cárteles transnacionales, el ecosistema legal internacional entra en terreno poco cartografiado.
El factor María Corina Machado
Antes de la intervención de Trump en Miami, intervino —de forma virtual— María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz 2025 y figura central de la oposición venezolana. Su frase fue nítida: “Maduro empezó esta guerra y el presidente Trump la está terminando”. Ese aval importa por dos razones. La primera, porque Machado se ha convertido en referencia para una oposición fragmentada y su voz pesa en diplomacias que buscan salidas al laberinto venezolano. La segunda, porque su apoyo conecta la ofensiva antinarcóticos con la batalla política contra Maduro: desplaza el foco del crimen organizado al cambio de régimen. Esa convergencia amplía apoyos, pero multiplica riesgos: si Washington golpea en tierra y se documentan daños civiles, Caracas explotará el vínculo para deslegitimar a la oposición y cerrar puentes.
Para Estados Unidos, la alianza simbólica con Machado ofrece rendimientos: ordena el relato —“no atacamos a Venezuela, atacamos a una estructura narcoterrorista”— y encaja con la visión de que Maduro no es un jefe de Estado legítimo, sino el jefe de una red criminal. En clave venezolana, esa lectura refuerza a sectores que apuestan por presión máxima y desconfían de negociaciones clásicas. La incógnita es operativa: cuánto pesa el apoyo político cuando empiezan a contarse víctimas con nombre y apellido.
Impacto para España y la UE
Lo que ocurre a 7.000 kilómetros no es ajeno a España ni a Europa. Lo primero: economía marítima. Un Caribe más militarizado, con patrullas y operaciones letales recurrentes, encarece primas de seguro y tensa cadenas logísticas que afectan a energía, materias primas y pesca. Navieras y aseguradoras reevalúan rutas cuando hay riesgo de escalada. Lo segundo: migración. Todo lo que deteriora la situación interna en Venezuela —sanciones, choques, incertidumbre— alimenta flujos que llegan a España, donde residen cientos de miles de venezolanos. Si la ofensiva se percibe como amenaza existencial para el régimen, puede acelerar salidas; si se cronifica sin cambios, puede agravar la emergencia social que empuja a migrar.
Lo tercero: seguridad y cooperación. España y la UE cooperan con Estados Unidos en la lucha contra el crimen organizado transnacional. Si Washington solidifica la definición de “cárteles terroristas”, Bruselas y las capitales europeas deberán decidir hasta dónde acompañan esa traducción al derecho europeo, qué herramientas —listas de sanciones, embargos, mandatos de Europol— adaptan y cómo gestionan casos donde las evidencias sobre vínculos terroristas no sean homogéneas. Hay, además, un dilema: sumarse a una guerra semántica puede blindar la cooperación con Washington, pero dificulta los canales con gobiernos de la región que temen la extraterritorialidad del enfoque.
Y un cuarto elemento, menos obvio: opinión pública. El registro de “guerra” —un presidente hablando de Departamento de Guerra, bombardeos en el mar, vídeos de lanchas ardiendo— polariza. En Europa, donde el consenso contra el terrorismo yihadista se ha construido durante dos décadas, trasladar esa categoría a cárteles no genera adhesión automática. La prueba estará en los detalles: identificaciones sólidas, informes sobre daños colaterales, control político y resultados verificables. Sin eso, el respaldo se resiente.
Lo que puede pasar a partir de ahora
A corto plazo, el escenario más probable es de continuidad: más golpes contra lanchas en el Caribe y el Pacífico, picos de actividad en función de inteligencia, clima y oportunidades. El músculo —patrulleras, aviones, drones, bases— está desplegado y funciona. La frontera que separa esta campaña de una escalada —bombardeos en tierra dentro de Venezuela o acciones encubiertas en México— aún no se ha cruzado. Las razones son claras: coste político y legal, riesgo diplomático, incertidumbre operativa.
A medio plazo, hay tres guiones en la mesa. Uno, de inercia controlada: mantener la presión marítima, elevar el coste de operar rutas y apretar con sanciones y mensajes a Caracas. Otro, de escalada puntual: un evento catalizador —un asesinato atribuido a “narco-terroristas”, un ataque contra activos estadounidenses, una crisis en frontera— desencadena un golpe en tierra. Y un tercero, de descompresión: canales discretos con Venezuela fijan límites —no hay ataques en suelo venezolano— a cambio de movimientos verificables en materia criminal y política. Los tres tienen costes y ventajas; los tres dependen de información que no es pública.
Un dato sostendrá cualquier camino: transparencia. Si Washington quiere arraigar su relato —que cada lancha destruida salva vidas y debilita redes—, debe publicar criterios, datos de víctimas, mecanismos de rescate, coordinación con países ribereños y evaluaciones independientes. Solo así desactiva el argumento contrario —que está matando a pescadores y trabajadores pobres— y refuerza la cooperación internacional. Ese es el talón de Aquiles de cualquier guerra sin frente: la opacidad.
En Miami, Trump quiso dejar firmeza y dirección. “No es solo Venezuela”, repitió. El mapa de estos dos meses lo avala en el agua. Falta por ver si traslada esa lógica a tierra y cuándo. Incluso si no lo hace, la campaña ya redibuja prioridades en la región, reacomoda rutas y sacude la política de medio hemisferio. Y abre, de paso, una discusión mayor: qué instrumentos se consideran legítimos para combatir redes criminales transnacionales sin dinamitar el derecho internacional ni arrasar la confianza de quienes comparten mar y fronteras con Estados Unidos.
La respuesta inmediata a la pregunta de fondo —hasta dónde llegará la ofensiva— no cabe en una sola línea. Hoy está acotada al mar; mañana puede abrir otra fase si el cálculo político cambia. De momento, los hechos son claros: bombardeos selectivos en rutas críticas, un relato que equipara cárteles con terrorismo y un tablero diplomático donde cada palabra —“guerra”, “narco-terrorismo”, “otros países”— pesa casi tanto como cada misil.
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Este artículo se apoya en información contrastada y de acceso público. Fuentes consultadas: Agencia EFE, EL PAÍS, Reuters, Miami Herald, USNI News, The Guardian.

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